Número 90, septiembre 2017

El papa de mi sueño
Líderman Vásquez. Fotografías: Juan Fernando Ospina
 

Fotografías: Juan Fernando Ospina

A mí las cosas de la religión y de la fe me tienen sin cuidado. Y lo de andar pregonando por ahí que soy ateo y cazando discusiones con los llamados creyentes me parece una perdedera de tiempo. Es como si una hiena y un sapo discutieran sobre cómo es el mundo y cada uno tratara de convencer al otro. Ridículo. El cerebro, bien protegido por una muralla de huesos, es el órgano más complejo que tenemos y el más fácil de manipular, capaz de crear belleza y conocimiento, pero también capaz de asimilar las creencias más absurdas. Si tienes décadas de fe encima y crees que existen los ángeles, que ellos vendrán un día, enviados por Dios, a crear la Nueva Jerusalén, a proclamar la grandeza de los Estados Unidos y a poner a los negros, los latinos y el resto de las razas en su lugar, es porque eres una hiena, o un sapo. Y si semejante conclusión es el resultado de la lectura atenta de las llamadas Sagradas Escrituras, demuestra que lees con el ojo, no con el cerebro, pues a este último lo tienes cumpliendo funciones intestinales.

A despecho de mi irreligiosidad, debo confesar que el nuevo papa me cae bien, es más, pienso que si fuera posible conversar con él sería muy agradable, pues lo haríamos sobre temas diferentes a nuestras convicciones. Hablaríamos sobre aquel Borges que en 1965 aceptó dar una charla en un colegio donde trabajaba el aspirante a cura Jorge Mario Bergoglio; o sobre el fenómeno del peronismo en Argentina; o sobre Maradona, Gardel o Carlos Monzón. Y si lo hiciéramos sobre ciertos políticos colombianos me diría, estoy seguro, que son unos perfectos boludos. ¿Que cómo lo sé? Ya verán.

Hará cosa de un mes soñé con el papa. Todo a raíz de la excesiva propaganda que hubo en los medios sobre su visita y por la entrevista que alguien de la W hizo al jefe del Ku Klux Klan. Ambos, tanto el líder de la secta racista como el periodista me dejaron aturdido. El uno por el montón de basura que arrojó sobre sus semejantes, y el otro, por algo que se le escapó, una confesión involuntaria. Esos tres elementos fueron la materia prima de mi sueño, y con ellos el inconsciente, avezado narrador, urdió su historia.

En el sueño, yo trataba de arreglar un lavamanos que tenía una fuga de agua y pensaba en Cioran. Decía su mujer que lo que más le gustaba al filósofo, después de la pasión exacerbada por la amargura y el pesimismo, eran los trabajos de plomería. Todos los arreglos que hizo en este campo de la actividad humana, aunque duraderos, carecían de estética. No es que en el sueño yo recordara estas cosas, simplemente las leí alguna vez y por eso, mientras intentaba arreglar el lavamanos, pensaba en Cioran. Tenía la llave de expansión en la mano y me disponía a encajarla en el codo cuando mi hija me dijo que pasara al teléfono. Quién es, pregunté. Es el papa Francisco, ya te ha llamado dos veces, dijo con la naturalidad con que se cuece el pan en el horno. Quería que lo acompañara a comprar un kilo de maní dietético, maní simple, y quedamos de encontrarnos en la estación Cisneros. No sé qué pasó con el lavamanos, el inconsciente hizo un corte, y, en la siguiente escena, estoy sentado en un cubo de cemento viendo a Francisco que sale de un vagón con su sotana blanca. La gente lo saluda, más como se saluda a un viejo profesor de álgebra que ha enseñado a generaciones y generaciones de jóvenes en una ciudad pequeña, que como se suele saludar a los papas. Lo primero que me dice es que La Estrella, de donde viene, está muy lejos, y que hubo un problema llegando a Industriales. Nos damos la mano como viejos amigos y me pregunta por el lumbago. Ahí, digo. Con una sonrisita burlona, al tiempo que me da palmaditas en el hombro, me dice en argentino: No te sigás quejando, el lumbago y vos son consustanciales, no te puedo imaginar sin él. Nos reímos un rato. Tomá, dijo, pasándome el periódico. Estábamos sentados, él en un cubo, yo en otro. Era la entrevista de la W: “El jefe del Klan decía que los negros habían sido creados para servir porque sus cerebros, poco evolucionados, no daban para más; que eran criminales y siempre buscaban mujeres blancas y ricas para que los mantuvieran; que si él hubiera nacido negro se habría casado con una mujer blanca y rica y no habría tenido que trabajar tanto. Sugería que a los comunistas, a los judíos, a los negros, a los inmigrantes y a los homosexuales había que matarlos. El periodista se despidió y le dijo que no había sido un placer esa entrevista porque tenía algunas diferencias con él”. Doblé el periódico y se lo entregué. Los dos son unos boludos, dijo Francisco. Por qué los dos, pregunté. Cómo que algunas diferencias, ¿es que están de acuerdo en algo? Lo que pasa, dije, es que a ese periodista no le gustan los comunistas. Francisco desdobló el periódico y estuvo leyendo un rato con el ceño fruncido, y, por un momento, tuve el impulso de acomodarle el solideo, que se le había rodado un poco. Y el del Klan tiene un complejo, dijo Francisco. En ese momento me desperté. Eran las cinco de la mañana. Hacía meses no soñaba, y ese sueño, aunque incompleto, me gustó. Qué falla, pensé; me llama para que lo acompañe a comprar un maní y ni siquiera salimos de la estación. Imaginé cómo habría sido el resto del sueño. Francisco y yo caminando por Pichincha, bajo el viaducto del metro. Después de comprar el maní, lo invito a la vieja estación del ferrocarril a conversar un rato mientras cae la tarde.

El sábado, día de la llegada del papa a Medellín, me levanté temprano, fui al Centro y caminé por los lados de la Plaza Botero, vacía a esa hora. Estuve un buen rato sentado en una banca, viendo pasar a la gente, tratando de recordar cómo era todo antes de que pusieran esas esculturas; qué había frente al museo de Antioquia, y no fui capaz de encontrar los recuerdos. De allí me fui para el centro comercial Unión a tomar tinto, y más o menos como a las once, a La Playa, por donde horas más tarde pasaría el papamóvil. Muchos fieles estaban allí desde antes de las ocho. Había vendedores de camándulas, de escapularios, de banderitas; de bancos para que los fieles de pequeña estatura pudieran ver; de camisetas con la imagen del papa. Camisetas a diez mil, voceaban los vendedores.

Entré a Comfenalco, a la biblioteca, en el cuarto piso, a buscar un relato de Sergio Pitol, Vals de Mefisto, de ardua lectura, que, según la crítica, es no solo el mejor cuento del escritor mexicano sino uno de los mejores en lengua española, pero lo que yo quería era ver a ese papa que se metió en mi sueño de hace un mes y llamó boludos al jefe del KuKlux Klan y al periodista. Y lo vi. Cuando empezaron los rugidos de la multitud bajé, me integré a la masa.

Un helicóptero volaba a pocos metros de las copas de los árboles, y los pájaros, asustados, iban de un lado a otro como flechas, los pájaros que tanto amaba san Francisco de Asís, a los que hablaba y decía oraciones, ahora estresados por la visita de este otro Francisco que pasaba en su papamóvil, ignorante de lo que pasaba en las alturas. A tres metros de donde yo estaba, lo vi pasar con su sotana blanca, saludando como saludan los papas desde que el avión hizo posible estas visitas relámpago. La gente empezó a dispersarse como las hormigas cuando les destruyen el hormiguero. Escuché que una mujer preguntaba a otra: y tú que le pediste, y la otra mujer respondía, el baloto; ja, ja, el baloto se lo ganaron, y cayó aquí, alguien se te adelantó… El papamóvil aún no había alcanzado la avenida Oriental y ya las camisetas se habían devaluado, ahora eran a dos mil; y los que hace poco vendían los bancos para fieles de pequeña estatura, ahora los compraban a mitad de precio. Los seres humanos podemos tener toda la fe del mundo o albergar en nuestros cerebros los conocimientos más complejos y no dejamos de ser, en esencia, como decía Erich Fromm, compradores o vendedores; cuando no compramos, vendemos o estamos sentados en el retrete deshaciéndonos de parte de lo que compramos.

Fotografías: Juan Fernando OspinaAl día siguiente, en la televisión, vi la llegada del papa a Cartagena. Del aeropuerto Rafael Núñez al barrio San Francisco, y el gentío detrás; gentes de Santa Rita, de Canapote, de Santa María, del Siete de Agosto, de La Esperanza; barrios a los que durante décadas les negaron el agua, el arreglo de las calles y la recolección de las basuras; barrios educados en el clientelismo, que se acostumbraron a llamar ayudas a las obligaciones del Estado; ayudas que recibían como damnificados de un terremoto, de parte del doctor Fulano: tejas de Eternit, baldes para cargar el agua, y, muchas veces, botellas de ron Tres Esquinas. Para que se acuerden de mí en las elecciones, decía el desvergonzado político.

En la Cartagena de los años setenta las noticias iban de un barrio a otro; algunas no interesaban tanto como los chismes; y esta, que no interesaba tanto, era sobre unos curas españoles que llegaron al barrio Olaya y vivían pobremente. Sobrevivían haciendo los trabajos más duros: en fábricas de ladrillos, en el Terminal Marítimo, repartiendo gaseosas en los camiones de Postobón. Vivieron también en el barrio San Francisco y decían sus misas en la calle. Eran unos curas raros. Y parece que eso de involucrarse tanto con la gente gusto poco a las jerarquías eclesiásticas y fueron expulsados del país. Después se supo que habían ingresado al ELN. A uno lo picó una culebra, otro murió en combate y el que sobrevivió se convirtió, pasado el tiempo, en el jefe máximo de esa guerrilla.

Francisco se baja del papamóvil y camina por una calle de San Francisco, es igualito al de mi sueño, con su sotana blanca, solo que esta vez la multitud quiere tocarlo. Va a visitar a una mujer negra, pobre desde que nació, una mujer que según el jefe del Ku Klux Klan, ese boludo acomplejado, no podría vivir en la Nueva Jerusalén y merece, como todos los de su raza, la muerte.

Y entre el gentío se escucha la voz de un niño: Papa Francisco, te queremos; papa Francisco, te queremos.

La inocencia de los sueños disparatados, su mundo simple e imposible, trae siempre un poco más de armonía que los arrebatos de la fe.UC

 
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