Número 90, septiembre 2017

Criollo gourmet
Claudia Arias Villegas. Fotografías: Juan Fernando Ospina
 

Fotografías: Juan Fernando Ospina

“El ascensor se abrió y sentí unos aromas nada gratos, había muchos reflectores y filas para el bufé y el olor era cada vez peor, me costó identificar de dónde provenía”. Comenzaba la década de los setenta, plena Guerra Fría. En invierno y con un presupuesto que no admitía reparos, Julián llegó a Moscú, vía Ámsterdam, proveniente de Bruselas, donde se encontraba estudiando administración hotelera; tarde en la noche el restaurante del hotel estaba cerrado, así que se acostó sin comer, esperando con ansias el desayuno —su comida favorita—, hasta que apareció este olor en la mañana.

Mientras él soñaba con unos huevos, panes y café, los samovares le ofrecían repollo cocido, puré de papas, salchicha hervida y kumis; a sus veinte años, aquél que se convertiría en Doña Gula años después, fue capaz de medírsele a sabores tan distintos a los de sus orígenes para esa hora del día. No lo pensó: pidió un desayuno más parecido a lo que le era habitual y pagó por él una pequeña fortuna que por supuesto no le sobraba.

En la calle la temperatura era de -27 grados centígrados. Un hombre que presenció la escena le dijo: “Si usted no desayuna lo que es habitual aquí en esta época, se va a morir de frío”. Para Julián estaba claro que la propuesta del menú no era un asunto solo cultural, aun así, “los jugos gástricos no están preparados para cosas tan diferentes”. Esto lo dice quien además sostiene que come de todo: “No soy remilgado”, y el mismo que pasó de 58 a 91 kilos con dos investigaciones de cocina que hizo para la Presidencia de la República entre 2005 y 2009, viajando y probando a lo largo y ancho de Colombia.

Julián Estrada, Doña Gula, administrador hotelero, antropólogo urbano, fabricante de borrachos, profesor de kínder en un colegio francés, ejecutivo de cuenta de publicidad, restaurador, viajero, escritor, buena copa, contertulio, sociable, solitario, feminista, ladrón de neveras, comedor furibundo de quesos, alquilador de fincas, maestro sin necesidad de aula, generoso, vanguardista, amante de la tradición, catador de desayunos, explorador de cocinas y preparaciones, visitante de plazas de mercado, investigador incansable, jazzista culinario, televidente de programas de humor sin volumen, coleccionista de sombreros, estiloso, sagaz, sabio…

Entre la tradición y la vanguardia

Julián representa la contradicción, o más bien la dualidad, en un sentido entrañable. Un bogotano de ancestros y crianza antioqueños, amante de unas montañas que nunca lo han encerrado, y que más bien ha sabido conquistar, en un coqueteo que lo ha llevado lejos y lo ha traído de regreso. Del colegio Jorge Robledo, con cartón de bachiller de 1969, saltó a un barco que lo transportó a Europa a estudiar administración hotelera, cuando unos meses antes no sabía siquiera que esta era una carrera que podía cursarse en la universidad.

Cuenta que lo motivó el dueño del Hotel Europa en Medellín cuando él era un niño, de él escuchó sobre la hotelería como profesión. Escribió una carta en español en una máquina Olivetti que había en su casa y pidió una beca, así no más, y se la dieron. Bélgica era el destino. Atrás dejaba a su mamá Lola Ochoa, viuda, y a sus cuatro hermanos, lo esperaba un mundo desconocido y la certeza de su amor por las ollas.

Cinco años en Europa y un empleo eran una tentación para quedarse, pero entonces recibió un casete de su mamá contándole cosas de Medellín, de la familia, y oír su voz se lo hizo imposible: “Soy el subcampeón del complejo de Edipo, digo subcampeón, porque seguro por ahí está el campeón”. Otra vez las montañas, otra vez las mujeres que tanto lo han influenciado, otra vez Medellín.

Cruzar un océano, mirar el mundo y retornar a conquistar el terruño, regresar sin ínfulas de gran señor, con la certeza de que el camino está en la dignificación de lo propio, aprender de la vanguardia, para venir a defender la tradición. Ahora parece obvio que predicar el amor por lo autóctono y reivindicar los sabores ancestrales resulta un mantra efectivo para cocineros y periodistas, pero cuando Julián se hizo estudiante de Antropología en la Universidad de Antioquia a mediados de 1970 y soportó los paros de la época; cuando dedicó dos años a la investigación de su trabajo de grado “Antropología del universo culinario” teniendo como base la finca La Oculta de la familia del escritor Héctor Abad —que inspiró la novela del mismo nombre— y visitando veintidós municipios del suroeste de Antioquia; cuando eso, nada de lo que él hacía estaba de moda: ni el campo ni las matronas cocineras ni la cocina en leña ni los sabores propios.

Para él la reflexión esencial de la cocina fue algo natural: “Teníamos vergüenza” y si bien había escritos sobre temas conexos, no había una investigación en cocina colombiana propiamente dicha, por eso encontró ahí un buen filón, un filón que lo ha llevado a escribir más de cuatrocientos artículos de prensa, muchos de ellos con el seudónimo Doña Gula que bien supo ponerle Julio Posada, fundador del periódico Vivir en El Poblado, donde escribió por más de veinte años. Esto sin contar las charlas que ha ofrecido en seminarios y congresos, sus investigaciones y la creación hace diez años del restaurante Queareparaenamorarte en El Retiro .

“Yo soy contestatario, anarcopacifista, no me casé, no tengo hijos, no tengo esa curva de la vida, de alguna manera eso hace que viva de forma también diferente”. A ello llegó, piensa, por una carambola que hizo en algún momento, y no de manera deliberada: “Hay un egoísmo con el cual me acostumbré a vivir”. Autosuficiente desde hace rato, también en los temas de estudio, cree que estudiar antropología fue un acierto. Renunció a la acumulación de dinero en cantidades, “y me ha ido bien de todas maneras”. La cocina es la gran cantera de la cual se pega todo lo demás, un tema que también lo ha hecho evolucionar como ser humano y que sigue mirando desde su punto de vista, así que ahora que muchos están con el “vanguardismo” culinario, él sigue en el rescate de la cocina de leña, la que más tiempo nos ha acompañado. “La tradición siempre va en contravía de la modernización, ser conservador es ser un güevón. Lo único que va a quedar en este mundo homogenizado, son las pequeñas minorías que se opongan”. Y no creo que Julián se diera cuenta de que hablaba de él mismo cuando se refería a las pequeñas minorías que se oponen, pero sin duda un espíritu como el suyo prevalece, un alma libre que se adapta a las nuevas tecnologías, pero que, con igual ahínco, defiende el valor de tradiciones muchas veces desdeñadas, cuya trascendencia la historia y hombres como Julián, reivindican.

Máquina de moler

Fotografías: Juan Fernando OspinaLa cocina siempre ha sido su espacio, allí aprendió a preparar alimentos de la mano de su mamá y de Carmen Rosa, quien trabajó 45 años en casa de su abuelo y de quien Julián se volvió ñaña. La influencia de su mamá se mantiene a lo largo de su vida, conoce el recetario de toda la familia gracias ella: “No era una mujer culta en temas de escuela, pues cuando llegó a vivir a Medellín con su familia, muy orgullosa no quiso entrar a la escuela pública”, así que leía y firmaba, poco más, pero tenía un gran sentido común. Se convirtió en el ama de casa y con ello en una gran cocinera, que preparaba todo el recetario de familia antioqueña, sin libros, todo era su propia versión: posta, sudado, frisoles, dulce de coco, velitas, cucas, tortas y más.

De la cocina de la casa, Julián ha saltado incesantemente a otras cocinas. Llegar a una finca, buscar este espacio entrañable, identificar a la encargada de preparar las delicias propias de cada lugar, quedarse con ella, conversar, indagar, sapotear, un recorrido de amores y sentidos a lo largo de toda su vida que hoy está plasmando en su libro Mis cocineras. No tiene distingos de orígenes o condiciones sociales, porque lo han influenciado su mamá, Carmen Rosa, innumerables mayordomas, y mujeres como Martha Luz del Corral, quien, por ejemplo, le dio la receta del steak pimienta de la Bella Época de Medellín, inolvidable para quienes la probaron, y que hoy Julián sirve en Queareparaenamorarte como plato especial del día.

Su definición de cocina es holística: “Lo que menos la define es receta, en cambio es huerta, agricultura, botánica, zoología, comercio, mercado, química, geografía, historia, superstición, semántica, literatura, amor, sexo…”. Para él, nada como el fogón y el horno de leña y la máquina de moler; cuando proyectó su restaurante, cuyo concepto describe como “cocina criolla de dedo parado”, estaba claro que la cocina sería como las de sus recuerdos, con mesones de madera y fruteros llenos de productos de temporada, además, claro, con la leña como medio de cocción, convencido de que estamos por vivir las últimas décadas de este método. En su casa usa gas y luz eléctrica, pero el microondas nunca ha sido bienvenido.

Con las raíces bien puestas en El Retiro, a donde se fue a vivir hace diez años, Julián se sigue desplazando de aquí para allá. Frecuente alquilador de fincas, pero de las “de verdad”, vienen a su cabeza Montenegro y La Cortés; quizás esta costumbre, en lugar de la de comprar una finca, provenga de lo que decía su abuelo Eleázar Ochoa: “No hay que tener fincas, hay que tener amigos con fincas”, y Julián los tiene, pero también le gusta alquilarlas, alguna vez puso este anuncio en el periódico: “Busco finca en el suroeste, preferiblemente de arquitectura de chambrana, sin jacuzzi, sin piscina y ojalá con señora que sepa hacer arepa y frisoles”.

Un mundo propio

Fotografías: Juan Fernando OspinaEl estilo se construye desde un mundo interior poderoso. Es sábado, Julián me recibe en Lantigua, su casa en las afueras del pueblo; viste pantalón color ladrillo, camisa polo beige, chaqueta caqui de cuyo bolsillo asoma un pañuelo de bolas también beige. Galante, amoroso; su voz es recia, pero dulce, una persona con la cual se siente bien estar, bienestar, el justo antónimo de lo que la sicología denomina persona tóxica; Julián es justo lo opuesto: una persona antídoto.

Tiene clara la importancia de la serenidad, así como el hecho de que la felicidad no es una constante, “pero la serenidad sí puede serlo, se trata de controlar la psique”, y me explica que, como una decisión vital, el afán salió de su vida hace ya buen tiempo: “Soy el primero en los desayunos de los hoteles y en los aeropuertos, no me gusta correr para nada”.

Lo de la serenidad no es cuento, la vive en los días ordinarios, y también hace gala de ella cuando ha debido enfrentar los que llegan con sorpresas no siempre gratas, como la enfermedad. No fue fácil mirar Lantigua antes de cerrar la puerta rumbo a una cirugía que su médico describió como “una intervención muy delicada”, para atacar un cáncer que descubrieron tras una noche de buenos tragos, como los que suele tener, y al haber sido infiel a su práctica de tomarse solo un vaso de leche o una jarra de agua y no comer nada antes de irse a dormir.

Esa noche de principios de 2016 le dio por prepararse unos huevos con hogao y al otro día se levantó tan indispuesto que, “sentí que me habían llamado al infierno y no me habían dado visa”. Tras el diagnóstico, su médico le habló sin eufemismos: “Usted está muy grave, lo tengo que operar de urgencia y es delicado, tiene una masa en la cabeza del páncreas”. La operación, planteada para unas tres horas, tardó más de siete, “y parece que me fui dos veces… pero desperté y estaba vivo, así que pensé: si quedé vivo, vuelvo a enderezarme y a salir de esto”.

Y aquí estamos, mojando la palabra como rezaba un aviso en Niágara, una de las tiendas de esquina más famosas que ha tenido Medellín, que Julián compró en 1989 para “hacer antropología urbana y aplicada” y vendió dieciséis años después para irse a una vida más calmada. “He sido muy buena copa”, cuenta. Cervecero en su juventud, en Bélgica quedó segundo en un concurso tras tomarse diecinueve pintas; también fue buen aguardientero: “Lo disfrutaba y lo aguantaba”, y cita a su amigo Carlos ‘el Capi’ Escobar, gran tomador de aguardiente ya fallecido, quien le decía: “Juliancito, al que no tome aguardiente no se le ocurre nada”. En sus años pos Niágara ha disfrutado más tomarse un par de whiskies y fumarse un cigarrillo al mediodía; también le gusta un vodka, una ginebra y a manteles su aperitivo es un jerez, un buen Tío Pepe.

Tras la cirugía, no obstante, estas licencias están algo limitadas, así que se le ve con una coquita con uvas o saboreándose una mandarina a las once de la mañana; no hay lío, Julián se mueve al ritmo que se le va planteando, su vida no está definida por absolutos. Procura evitar la rutina, variar, si bien la hora de levantarse y acostarse es lo que menos cambia.

“Me levanto con horario de ordeñador, entre las cuatro y las cinco de la mañana, lo cual me da un rango de horario de desayuno largo (para poder repetir)”. Pero su comida favorita no es nada rutinaria, mantiene un espectro de unas diez alternativas diferentes: tinto negro con dos buñuelos o pandequeso; arepa con quesito y café; carne asada —pierna de cerdo o solomito—; migas de arepa en seis o siete versiones; desayuno gringo con pancakes o waffles; Corn Flakes con leche; pizza recalentada con Coca- Cola; frisoles calentados y huevos en todas las versiones (con jamón, rancheros, tibios…); además ama las mermeladas, mieles y panes.

Julián vive en dos niveles de relación: “Fabriqué borrachos por dieciséis años, y en ese entonces tenía una vida con mucho ajetreo desde el mediodía, pero aún en aquél tiempo, viviendo en Medellín, lograba el recogimiento en mi casa Isla de Jamaica en Envigado, en una zona que para entonces era todavía muy rural”. Tanto antes, como hoy, ha combinado la vida social y estar con gente, con su recogimiento. De sus 66 años, más de cincuenta ha vivido solo.

Hoy en día su espacio social por excelencia es el restaurante, en el cual los sábados su jornada se parece a la de un médico en su consultorio del pueblo. Antes de empezar “consulta”, entra a la cocina, abre un par de ollas, prueba de esta y de aquella, da las instrucciones del caso y sale de nuevo para dejarlos hacer lo suyo; nos sentamos en una mesa redonda en la parte delantera, donde funciona el bar. Se sienta con su agenda, su iPad, carpetas con información de distintos proyectos, el libro Los informantes de Juan Gabriel Vásquez — dice que no es buen lector, pero nunca le faltan libros—, unas ediciones de Cocina Semana, revista en la cual también escribe y una copia de su último libro Doña Gula, editado por el Cesac.

La jornada incluye reuniones con el personal de cocina y servicio del restaurante, cita con un grupo de estudiantes de Comunicación Audiovisual del Politécnico que realiza unos videos con productos típicos colombianos y visita de una estudiante de Comunicación Social de Eafit que hace su trabajo de grado sobre la cocina tradicional del Chocó. Entre unas y otras se intercalan proveedores de los productos artesanales que se usan de insumo en el restaurante y hasta aparece Carolo a llevar la última edición de su periódico El Pellizco. El mediodía va entrando y los clientes desfilan, algunos pasan directamente a saludar, otros anuncian su visita con alguno de los meseros, quienes le llevan a Julián el mensaje para que pase por sus mesas a saludar.

Son las dos de la tarde y seguimos allí sentados, ya nos llevaron algunas empanadas y otras de las frituras, pero van horas de trabajo y a Julián no se le ve asomo de fatiga, comparte su tiempo y conocimiento sin reparos. Sabe con quién abrirse, Elizabeth es su compañera de vida desde hace más de una década, aquella con la que sale de viaje dentro y fuera de Colombia y con quien ama tomar algún bus en El Retiro para irse a desayunar a la plaza de mercado de alguno de los pueblos cercanos, a ella, solo a ella, que además es la cantinera del bar (así se presenta), le hace un gesto de cansancio y le dice: “Me estoy muriendo de hambre”. Es hora de una pausa, que Elizabeth atiende con amorosa generosidad, para después sentarse en la mesa a compartir un tardío almuerzo tardío.

Antes de que caiga la tarde, Julián está listo para ir a casa a recogerse, para disfrutar de su innegociable esfera privada. En el restaurante todo marcha y allí está el personal que lo acompaña desde hace años para esmerarse por un buen servicio, como él mismo lo indica, “no somos un lugar de alto protocolo, pero tratamos de cumplir con las normas de la mejor manera”. Él prenderá la televisión para ver Sábados Felices sin volumen, que solo subirá cuando presenten alguna parodia, dormirá la programación y seguro ejercerá como buen ladrón de nevera que es.

Dormirá tranquilo, porque como me lo dijo en algún momento sentado en su hamaca, junto a la chimenea y de espaldas a uno de los muchos ventanales de Lantigua: “No tengo peleas ni rencores”, yo ya lo sabía —pienso—, pues si algo me ha quedado claro de las horas que Julián me regaló para vivir un pedacito de su vida es esto, la bondad de su ser. Su presencia ha resultado para mí el mejor antídoto y en estos tiempos en que nos dicen que la comida sana, imagino que con el mismo gusto que él ha alimentado su cuerpo y su espíritu, alimenta el mundo de quienes le rodean.UC



Fotografías: Juan Fernando Ospina
Desayuno en Santo Domingo, Antioquia.

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