Número 90, septiembre 2017

Peripecia
David Gil. Ilustración: Elizabeth Builes

Ilustración: Elizabeth Builes

Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre, en consecuencia, Sócrates es mortal. Era, el infeliz: murió por voluntad propia para no ver el espanto de su obra: Occidente, que no sabe dónde mirarse, no hay espejo suficiente para su vanidad. Y ya ves, qué curioso: Grecia, el origen de la cultura que nos llegara en 1492 bajo la forma de la cruz y la espada es por donde ahora mismo se está desaguando Europa, la Loca, porque esta crisis económica parece irreversible: leche derramada que por virtud de la segunda ley de la termodinámica es imposible regresar al vaso que la contenía. A lo mejor tienes razón, amore, y Dios existe, pues nunca creí que me fuera a dar vida para presenciar la caída de Occidente, para asistir al restablecimiento del orden natural de las cosas. Quinientos años pudo vivir España de cuenta del oro que se robó de América. Durante quinientos años vivió España observando la más inquebrantable pereza. Ahora le llegó el momento de recuperar el tiempo perdido: no veo la hora de que empiece el show. Así que dile a Dios de mi parte que volví a creer en Él, que puede estar tranquilo, y de paso agradécele por haberte hecho mestiza, por haberte hecho colombiana y no occidental. Y especialmente por haberte hecho nacer en Medellín, en la comuna, pues es precisamente por eso que tienes las piernas y el culo que tienes, aunque en tu vida nunca hayas pisado un gimnasio: un kilómetro y medio cuesta abajo, hacia la iglesia, para asistir a la misa dominical; un kilómetro y medio cuesta arriba, de regreso a la casa para ver la telenovela. Ochocientos metros cuesta abajo, hasta la legumbrería para comprar las lentejas; ochocientos metros cuesta arriba, de regreso a la casa para preparar la sopa de la semana. Quinientos metros cuesta arriba, una vuelta más, para asistir al velorio del primo; quinientos metros cuesta abajo, otra vez, para conciliar el sueño bajo la balacera: placer todavía mayor al de dormir bajo una tormenta, que es una de las cosas que más extraño de Medellín, ya que en Nueva York, cuando llueve, cae una llovizna morosa, menuda, que va socavando el alma: todos vamos dejando el alma como tributo en las calles de Nueva York por más rápido que caminemos. Medellín, en cambio, le arranca a uno el alma de un solo zarpazo. Allá la dejé y por eso quiero volver, aunque me cueste morir.

“De amor nadie se muere”, dice mi niña huérfana. Oh, mi niña óyeme; dentro de tus llagas escóndeme; del enemigo malo defiéndeme; en la hora de mi muerte llámame y mándame ir a ti que no quiero morir lejos de la casa.

Nada es más fácil que morirse en Medellín y te lo advierto para que estés prevenida, para que sepas. Por eso me tuve que ir. Y si no sabías la historia, pues aquí te la voy contar porque no quiero que te enteres por terceros y, sobre todo, para que tus compañeritos dejen de decir que soy marica, dado que la nobleza que me da la edad me impedía besarte en público y por eso los chismes empezaron a correr. De una manera y de otra quise hacerle ver a Yeraldín que estaba perdiendo el tiempo a pesar de la convulsión que forzaba el sostén que retenía la presión de sus tetas inefables. Pero toda ética profesional tiene límites; y como lo epistemólogo no quita lo mamífero, con el pasar de los días empecé a bajar la guardia, a ceder. Ella lo advirtió. Y no bien lo advirtió, aprovechó la oportunidad que había estado esperando.

—Otra vez usted, Yeraldín.
—Hola profe, ¿cómo estás?
—Bien, Yeraldín, muchas gracias. ¿Qué la trae por aquí?
—Ay, profe, pues que te quería ver y darte un saludito.
—¿Un viernes a esta hora en que ya todas sus amigas están en el bar del frente tomando cerveza?
—Pero eso no quiere decir que yo sea como ellas, profe. A mí esos ambientes ya no me gustan, prefiero otros más tranquilos donde no haya bulla y se pueda leer.
—No sabía que le gustara leer, Yeraldín.
—Pues ya sabes, profe, nos estamos conociendo mejor.
—¿Y qué le gusta leer?
—Ay, pues libros profe, ¿cómo así?
—Qué tipo de libros, quiero decir. Novelas, cuentos, libros de historia…
—Todos esos, profe, todos esos me gustan.
—¿Y hay algún autor que le guste en particular?
—Ay, profe, ¿esto es un examen o qué?, ¿no ves que es viernes?
—¿Y le gusta el cine, Yeraldín?
—¿Ver películas?, pues claro que me gusta, ¿a ti no te gusta, profe?
—Sí, claro que me gusta.
—¿Y qué más te gusta?
—Pues, me gusta leer también.
—Ay, sí profe, ya sé que te gusta mucho leer, pues por eso eres profesor, ¿no?
—Sí, Yeraldín, por eso soy profesor.
—¿Y no te gusta mi blusa nueva, profe?
—Está muy bonita, Yeraldín. ¿Se quiere tomar un café conmigo?
—Ay, profe, por fin dejaste la bobada, vamos pues.

¡Oh gloria inmarcesible! ¡Oh júbilo inmortal! Centauro indomable la trompa victoriosa escucha y empieza a presentir de la epopeya el fin. Mientras nos tomábamos el café me dijo, entre otras cosas, que ya desde la primera clase quería comerme, “Ahí mismo en el escritorio, bien rico”.
—¿Perdón?
—Ay, profe, no hagas esa cara que estamos en pleno siglo XXI.

Juzgué que lo mejor era movernos a territorio neutro, entonces le propuse que me acompañara al centro de la ciudad a recoger un pedido en una librería. Ella se levantó y tomó su cartera, yo la seguí. Fuimos en su carro. Ya ves, estrella de miel, ahora todas las adolescentes andan en carro mientras tú y yo nos destroncamos los riñones viajando en bus. Aunque, para serte franco, debí preguntarle de dónde había sacado el carro antes de subirme y arriesgarme a ser identificado por alguno de los hombres de su novio, pero no: la voluntad de perpetuar la especie había bloqueado mi lóbulo frontal y en ese momento solo tenía en mente la posibilidad de liberar la semilla de la vida, así que me subí con la mayor tranquilidad y ya en el camino le dije que a lo mejor podría pasar después por la librería, que no era urgente y le pregunté qué quería hacer.
—Pues compremos unas cervecitas, profe, y vamos a un lugar donde podamos estar tranquilos los dos y pasar delicioso.
—Pero si mañana tenemos clase de seis, Yeraldín, yo debería estar preparando el tema y usted estudiando para los exámenes finales: ya casi es la fecha.
—Ay, profe, mañana te paras al frente y dices cualquier cosa, igual nadie te presta atención porque todos están trasnochados, empezando por ti que siempre llegas oliendo a trago. Y para el examen, haz de cuenta que te lo voy a presentar hoy y me pones la nota.

No tuve más opción que darle las indicaciones para llegar a Penthouse, el famoso motel en la Vía al Mar. “Qué pieza tan linda, profe”. Era su primera vez en un lugar como ese, pues tenía un apartamento en el barrio El Poblado. Yo, que todavía vivía con mis padres, cambié de tema y, mientras sintonizaba una emisora al azar, le pregunté si le parecía bien.
—¡Ay, profe!, eso parece música de bus. ¿Esa es la música que tú escuchas en momentos especiales?
—No, no sé… me da igual, ponga usted lo que quiera.
—Bobito… ven yo pongo algo.

¡Y que comience la función! Porque si vamos a llamar las cosas por su nombre, lo que pasó aquella tarde fue una de esas presentaciones del Cirque du Soleil. Estaba yo acostado viendo fútbol mientras Yeraldín se preparaba en el baño. Cuando menos pensé, salió en ropa interior, olorosa a kiwi, como venida del más allá: Santa Úrsula, patrona de las doncellas que renunciaste al príncipe pagano que quiso desposarte y que en peregrinación a Roma con once mil vírgenes más fuiste violada y martirizada por los hunos cuando cruzabas la frontera oeste de Alemania. Santa Úrsula: esta mujer que ahora sale del baño para interrumpir la repetición de la final de la Champions League de 1998 en que el Manchester United batiera en tiempo de reposición al Bayer Múnich en el Camp Nou de Barcelona no es virgen, Santa Úrsula, pero te la ofrezco por las almas del purgatorio que dejaron este mundo siendo vírgenes. No supe por dónde empezar. Ni siquiera tuve tiempo de empezar porque Yeraldín enseguida se ocupó de mí. Antes de que alcanzara a incorporarme, ya me había tomado por su cuenta, con su boca, en una operación que me hizo rechinar los dientes. Entenderás, my playground love, que esta burda reconstrucción de los acontecimientos no logra acercarse a la verdad que siempre sobreviene del modo más insospechado devastando el entendimiento, porque si algo enseña el errar de los sistemas filosóficos que se multiplicaron y mutaron desde Grecia hasta hoy como bacterias patógenas es que la verdad solo puede ser percibida y de ninguna manera pensada, pues pensar es tener los ojos enfermos con la peste de la razón, simiente de Europa, la Loca, piedra angular de Occidente: civilización corrupta que ahora está convencida de que la tierra necesita ser salvada por el hombre, la tierra que tiene las entrañas de fuego y que ha sobrellevado en su corteza los ámbitos más hostiles y las criaturas más portentosas a lo largo de sus no sé cuántos miles de millones de años de vida para que ahora el prosaico bípedo implume tenga la cándida ocurrencia de emprender campañas conservacionistas. Occidente, el infame, que para bien de las otras innumerables formas de vida está llegando a su fin. Pero no te me distraigas, muchachita, con estos pensamientos de viejo, que te estaba contando algo más importante. Yeraldín succionó hasta que me sacó el alma, solo entonces abrí los ojos para ver lo que quedaba de mí, mis propios restos, un cadáver en descomposición. Pero, oh, sorpresa cuando levanté la mirada para descubrir su cuerpo desnudo en una desnudez inconmensurable: la verdad rotunda y sin márgenes: la cosa en sí de Kant. El pobre viejo que murió virgen.

Nos apareamos por dos horas seguidas sin parar. Yeraldín no parecía tener fondo y a mí me tocó apelar a una resistencia física y una fortaleza moral que creía perdidas, pues no se es el mismo a los diecinueve que a los treinta y uno. Así que cada vez que se me iban las luces por el cansancio, subvertía la situación de modo que pudiera descansar un poco y acaso permitirme un sueño ligero mientras ella se encargaba del timón. Y como todo tiene su final, también esa tarde de Sodoma lo tuvo.

—Profe: si tu novia se llega a enterar no me vuelve a hablar nunca. Es que somos muy amigas.

Qué eco paternal tenía la palabra “profe” en ese ámbito soporífero. Luego de que habíamos sido un solo cuerpo en la eucaristía del amor, ahora me llamaba profe; luego de que me permitiera conocer en detalle sus profundidades, ahora se distanciaba poniéndome en el púlpito del salón de clases.

—Nadie puede saber esto, Yeraldín, sería muy grave, imagínese…
—Yo no le digo a nadie, pero con una condición.
—¿Qué condición?
—Que lo volvamos a hacer, pero en mi apartamento, cuando mi novio esté en Estados Unidos.
—¿Viaja mucho su novio?
—Una vez al mes se va y vuelve a las dos semanas.
—¿Y qué hace su novio en Estados Unidos?
—Él trae lociones para vender en su almacén, ese es su negocio.
—¿Y usted vive sola en un apartamento en El Poblado?
—Sí profe, más lindo, me lo regaló mi novio.
—¿El carro también se lo regaló su novio? —Sí profe.
Un día de estos nos vamos de paseo a Guatapé, yo te invito.
—¿Con su novio?
—Ay no profe, cómo se te ocurre. Si él se llega a enterar… te mata. Es muy celoso.
—Cómo me va a matar si no me conoce.
—Ay profe, no preguntes bobadas y dejemos de hablar de mi novio que nos castiga la lengua.

Líbrame, Yahveh, del hombre malo, del hombre violento guárdame aunque me haya acostado con su mujer: mi corazón fue suyo por una noche y su cuerpo mi albergue. Su lengua de serpiente me invitó al pecado, señor, y bajo el veneno de víbora de sus labios caí.

Preserva mis manos Yahveh para la mujer del impío, del hombre violento: guarda para mí sus pies que me trastornan y guía mis pasos hacia su red, ponme bajo sus cepos y sus lazos, emplázame en sus trampas al borde del sendero.

Yo te he dicho: tú eres mi Diosa: yo no tengo Dios, escucha la voz de mis súplicas. Oh, Señora mía, tú cubrirás mi cabeza el día del combate. No otorgues al impío su deseo, no le digas quién soy, no dejes que su plan se realice.

Los que me asedian que no me alcancen, que la malicia de sus labios y su cabeza los ahogue; llueva sobre ellos carbones encendidos, mientras yo en el abismo hundido ya no me levante más, deslenguado en ella, que es como la tierra. Y que al violento lo atrape de golpe la desgracia.

Sé que Yahveh al humilde hará justicia: llevará mi juicio. Sí, los justos darán gracias a su nombre, los rectos morarán en su presencia. El impío, en cambio, arderá cauterizado por el fuego enemigo de su avaricia.

—Profe, quien te ve tan serio dando clase y mira cómo eres de travieso.
—No soy travieso, Yeraldín. Tal vez nunca debimos hacer esto.
—Ay, profe, no vayas a empezar ahora con arrepentimientos, pues, que pasamos muy rico.
—No me tiene que seguir llamando profe, Yeraldín.
—Pero si eres mi profesor cómo más te voy a decir.
—Pues por mi nombre.
—Profe, ¿ustedes cómo se hicieron novios?
—¿Quiénes?
—Ay, profe, deja la bobada y cuéntame.
—El semestre pasado ella estaba en mi curso de epistemología y un día me agregó en Facebook y ya luego nos mandamos un par de mensajes.
—Ella es divina, ¿cierto?
—Sí.
—¿Y cómo les va en la cama, profe?
—Qué pregunta es esa, Yeraldín.
—Ay, profe, pues una pregunta, yo quiero saber. ¿Lo hace mejor que yo?
—Yeraldín, por favor…
—¡Ay, profe! Cuéntame, mira que estamos en mucha confianza.
—Bueno, lo que pasa es que nunca me he acostado con ella.
—¡Cómo así, profe! Pero por qué, si ella es lindísima, y ese cuerpo que tiene, sin una sola cirugía, qué tan de buenas. ¿Es que no te gusta?
—No es eso, Yeraldín, claro que me gusta, desde que la vi me gustó

Fue en la primera clase del curso, te estabas haciendo una trenza con un gesto preciosista que me distrajo por un momento de lo que estaba diciendo y que tal vez notaste. Pero en la clase siguiente te olvidé, tesoro, pues era profesor de cátedra y cada semestre tenía a cargo nueve clases semanales con un promedio de veinticinco estudiantes por grupo. De otra manera no hubiera podido vivir con alguna dignidad y mucho menos justificar que, pese a mi vejez, seguía en la casa paterna. Así que cada domingo compraba arroz chino para la cena de mis padres, aunque lo detestaran, ya que luego de una semana en la nevera terminaba en la basura. Y es que todavía recuerdo con claridad la noche en que le dije a mi padre que abandonaría la ingeniería para estudiar filosofía, noche que pasó en vela con los ojos abiertos mirando la oscuridad rojiza del techo, preguntándole a mi madre qué harían conmigo, como supe después. Y fue por eso que el otro día, cuando me dijiste que estabas antojada de sushi en el Parque Lleras, así con esa naturalidad, te propuse un pícnic en los bosques de la universidad; pero no, tú querías pavonearte, bajar por un día de la comuna en que vives. Querías bajar y ser parte de la ciudad, sentirte normal, gracia divina, inocente de la razón que me hizo buscarte, ajena a las culpas del ascenso económico de Medellín que te dejó atrás y que resucitó a miles de familias que vivieron en la pobreza hasta que voluntaria o involuntariamente fueron tocadas por la varita mágica de Pablo Escobar, abracadabra: los que vivían en las comunas descendieron de la ignominia para asentarse en el valle y los que estaban en el valle llegaron al barrio El Poblado en asunción beatífica, sin pecado, sin mancha. Dijo el capo hágase la ciudad y la ciudad se hizo. Te busqué precisamente porque eras de comuna, porque bajo el interés antropológico que me hace explicar cada aspecto de la alta cocina criolla en virtud de los ingredientes que usa tu santa madre en la modestia de sus lentejas aguadas no hay más que un extracto bancario que todavía me impide sentarme con comodidad en el Parque Lleras pero que me da la tranquilidad suficiente para compartir las fritangas callejeras a las que no sin alguna vergüenza me invita tu familia creyendo que es para mí un gran esfuerzo ascender desde el valle hasta la comuna como quien desciende en la escala social.

Ilustración: Elizabeth Builes

—Yeraldín. Es hora ya de irnos, voy a pedir un taxi.
—No profe, cuál taxi. Yo te llevo a la casa.
Cuando llegamos me besó.
—Profe, tenemos que repetir el plan.
—Sí, Yeraldín. Tenemos que repetirlo.

Lo dije sinceramente, cómo iba a saber yo que para esa altura de la noche ya se había desatado la desventura que me trajo a Nueva York. Entré a la casa, saludé a mis padres con triunfalismo, me lavé los dientes, me puse la piyama y me acosté repitiendo uno a uno los nombres de la lista hasta pronunciar el último: Yeraldín. No sabía de la amenaza que se cernía sobre mí y que en menos de tres días me tendría buscando dinero para el viaje. A la mañana siguiente me levanté, preparé el café, como siempre, y salí para la universidad de buen ánimo, pese a que era sábado. Me entusiasmaba la idea de ver a Yeraldín, recién bañada, olorosa a champú, con los ojos todavía soñolientos. Cuando entré al salón ya estaban todos sentados, esperando, menos Yeraldín que llegó tarde con un ojo morado y la boca reventada. Después de clase, cuando todos salieron, ella seguía sentada, mirándome.
—Profe, es mejor que se desaparezca: mi novio lo va a matar.UC

* Fragmento de Colección de tragedias y una mujer,
novela ganadora del premio Cámara de Comercio 2017

 
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