Número 104, febrero 2019

Almas puras
Jorge Giraldo Ramírez. Ilustración: Juan Fernando Ospina

Mónaco es ese Estado estrambótico que las potencias europeas dejaron sobrevivir para tener una vía de escape. Escape de la rutina laboral, las cargas impositivas, la regulación de la vida cotidiana. Una especie de cuarto útil, zona de tolerancia, circo permanente, paraíso fiscal. Mónaco era Disneylandia cuando a Walt Disney no se le había ocurrido hacer su primer parque de atracciones. De todas las ciudades de la costa mediterránea norte es la única a la que no se atreven a llegar las balsas de migrantes africanos y asiáticos conducidas por las mafias internacionales de trata de personas o remolcadas por los organismos humanitarios. Mónaco no se toca. Ni la tocan el crimen, la pobreza y el terrorismo que sufren la vecina Niza, o la no tan lejana Marsella. Interpol, el Estado Islámico, las ONG, todos respetan la inmunidad de Mónaco.

Por qué Pablo Escobar se obsesionó con el nombre de Mónaco, no se sabe. Tampoco si fue solo con él o también con el Gran Premio de Montecarlo (fue automovilista con su primo Gustavo Gaviria como fórmula), o con su consumo de lujo, no se sabe. Los biógrafos de todo tipo que se han acercado a la figura del capo han ignorado ese detalle; como si no importara o como si no existiera. Y es que cuando el Patrón le puso ese nombre a la residencia que se hizo construir en El Poblado (bajo la dirección de Gabriel Londoño White), se estaba quedando con un premio de consolación. Su ambición era más grande que ese edificio que, para lo que se ve en estos tiempos, lucía modesto.

Pablo Escobar quería otro Mónaco: Envigado. Transcurrida casi una década de hegemonía absoluta en el municipio, después de haber sido concejal y representante a la Cámara, después de haber representado al Partido Liberal en un congreso de la internacional socialista en España, antes de su salto grande al fútbol y a los brazos de Virginia Vallejo, ordenó una presentación oficial de su Mónaco. Pusieron una valla gigante en la glorieta que hoy se llama Fundadores y a la cual los envigadeños le decían Peldar o, más antiguamente, La Estación. “Envigado, el Mónaco colombiano”, decía. En el separador de la avenida Las Vegas —entre la glorieta y la quebrada La Ayurá— se sembraron decenas de arbustos de coca.

La revista Semana hizo resonar el nuevo apelativo de Envigado. El 24 de agosto de 1987 tituló un artículo así, “Envigado: el Mónaco colombiano”. Con mucha ingenuidad asoció el nombre con los indicadores de calidad de vida, que eran los mejores del país, a pesar de que el principado nunca tuvo figuración en esos ránquines mundiales. El periodista constata, eso sí, que allí “transitan carros que solo pueden verse, quizás, en esas capitales mundiales del automóvil como Turín o Stuttgart”, “personas que cargan colgandejos de oro” y que hay casas que son como fortalezas.

Poco después desaparecieron la valla y las matas de coca —remplazados por publicidad del alcalde y mangos y chiminangos— y aparecieron las masacres y los carrobombas. Uno de ellos, en enero de 1988, explotó en el edificio Mónaco. Lo puso el cartel de Cali y había contado con la protección de Fidel Castaño, que vivía en Montecasino, siete cuadras hacia el sur. En el año 2000 lo atacaron de nuevo, al parecer, porque lo iba a ocupar la Fiscalía.

El sueño de Pablo Escobar de hacer de su Envigado el Mónaco latinoamericano quedó en suspenso. Pero en Medellín y buena parte del valle de Aburrá, se volvieron ubicuos los carros de lujo, las gentes “embambadas” y las fortalezas residenciales —cada vez más arriba pero también más visibles— que sorprendieron al periodista de Semana hace 32 años. También los casinos, las modelos, el turismo sexual, la coca a domicilio, la fiesta cotidiana que pueden hacer los que viven de la renta y no tienen obligaciones laborales, como tal vez se viva en el principado. Un año después del artículo de Semana el alcalde de Nueva York, Edward Koch, propuso bombardear a Medellín. Era entendible, Koch había sufrido un derrame cerebral hacía unos meses.

De esto debe haberse enterado el escritor Fernando Vallejo, de ese panorama que a sus ojos de puritano atormentado le debía parecer una nueva Sodoma. A Vallejo no se le ocurrió que el mal estuviera confinado en una caja de concreto de unos cuantos pisos de altura; el mal había infectado a toda la ciudad y a todas sus gentes. La cura tenía que ser radical. Que bombardeen a Medellín, pidió cuando llegaba el milenio. UC

Ilustración: Juan Fernando Ospina