Número 104, febrero 2019

¿Qué tienen en común las ballenas yubartas, los nidos en las cornisas de un edificio, un pez amazónico, un Simón Bolívar entristecido, un dedo amputado, un piano olvidado?
Seis relatos sobre el circuito cultural y arquitectónico de San Ignacio.

 

Ilustración: Señor OK

Los bordes del centro
José A. Castaño Hoyos. Ilustración: Señor OK

Uno

Un pez muere ahogado por el calor adentro de la minúscula bolsa donde estuvo confinado por horas. El vendedor lo descubre panza arriba y maldice su suerte. Su suerte, no la del pez. Aquello ocurre afuera de La casa de la literatura infantil, en La Playa. Parece la escena de un cuento con dibujos. El vendedor rompe la bolsa y el animalejo, redondo y plateado, del tamaño de un reloj de pulsera, cae al suelo con la brevedad de una salpicadura. La calle es un río de gente, un río seco de gente apretujada. Si no llueve antes de que oscurezca, una de las mujeres que barren las calles del corazón del Centro a lo mejor lo encuentre. ¿Caerá en cuenta de él entre tanta mugre? ¿Se detendrá a mirarlo? Si en cambio llueve, el agua lo arrastrará hasta la alcantarilla de la esquina, entre colillas de cigarrillos y envolturas de dulces. Ahora pocos parecen recordarlo: bajo La Playa corre una quebrada con nombre de santa. Según el santoral es la patrona de los arqueólogos y de quienes buscan. ¿Quién busca un pequeño pez amazónico en el Centro de Medellín? Vivo valía lo mismo que un paraguas, así tan quieto nada. A lo mejor termine allí su viaje atribulado, en la quebrada convertida en cloaca. Con tantos cambios repentinos del clima, el vendedor de peces otra vez maldice su suerte. Dice que está con gripa y tose. Es lo único que ha pescado esta semana.

Dos

Estaba ahí, en el fondo del charquito, encorvado sobre sí mismo, como una larva gorda y blanca. Fue lo primero que pensé: que era un gusano, un mojojoy, la larva de los escarabajos que algunos campesinos se comen tan gustosos, con los ojos cerrados. Este también tenía una cabeza negra, amoratada. Yo estaba de primero en la fila de los buses que suben a Santa Elena, ahí arriba de San Ignacio, en compañía de mis hijas, entonces de nueve y once años. Sumergí la punta del zapato en el agua y les dije que miraran. El reflejo de los tres cupo en el charco. El gusano resultó ser un dedo índice, un dedo índice izquierdo. ¿Era de verdad? Parecía que sí, lo confirmaba la finura de la piel, la robustez de la carne, el extremo de un hueso al descubierto, la uña casi desprendida. Visto de cerca lo grotesco no lo es tanto. Y lo bello es menos bello. Pasa con mariposas y con dedos amputados. Tampoco es de extrañarse. Allí mismo, en los recovecos del Centro, han encontrado gentes en bolsas de basura. Una vez, hace años, detuvieron a un hombre en Niquitao con tres cadáveres en una carretilla. Dijo que se los habían dado para que los botara. Así dijo y se encogió de hombros. La pregunta azarosa era dónde estaba el resto de ese dedo huérfano. Uno no llega a pensarlo, pero es verdad que nos vamos muriendo por partes: las uñas que nos cortamos, el apéndice que nos extirpan, la muela que nos sacan, el pelo que se nos cae, el lunar de toda la vida que nos borran en un minuto. Solemos pensar en la muerte como un suceso definitivo y absoluto, y lo cierto es que también ocurre por partes y desde antes, lo mismo que la vida, que se incuba en una mirada, en el tropezón de un zapato con otro a la salida del metro, en una risa que pasa oculta bajo un paraguas. Un José que vendía dulces en la esquina de la Placita de Flórez perdió su pierna derecha por culpa de la diabetes. Él dice que le hizo novena de difuntos a esa parte de sí mismo que se anticipó a su muerte. ¿Qué haces con un dedo que te encuentras en la calle? ¿Llamas a la policía? Recoger monedas es más fácil, y billetes sin importar que estén sucios. Los escrúpulos también son cosa que elegimos. O cómo se explica que una ciudad tan rezandera siga siendo tan violenta. Muy violenta aunque muy bella, dicen. A ese dedo, me acuerdo, lo dejamos ahí, señalando curvo quién sabe adónde. Vino el bus y mis hijas y yo nos fuimos rumbo a Santa Elena, y siguió la vida.

Tres

El único habitante del apartamento era Clemente, un piano vertical marca Montano. Hay gente con esa manía de nombrar los objetos. Suena ridículo que una nevera se llame Frígida, por más que alguien le encuentre gracia a aquello. Subjetivamos los objetos en un intento de hacerlos más nuestros, pero terminamos siendo más suyos. Hace años me presentaron una silla mecedora que deambulaba de casa en casa con el nombre de la abuela, su primera dueña. La llamaban Mercedes y estaba revestida de una capa abrillantada de laca e importancia que impedía que cualquiera se sentara en ella. El Zarco llegó a dormir allí unos días, en el enorme espacio de aquel apartamento sobre La Playa, vacío de muebles y de toda su antigua aristocracia. Medía doscientos y tantos metros cuadrados y olía a flores muertas. Él dice que prendió una astilla de palosanto para espantar ese olor a difuntos y que no se atrevió a levantar siquiera la tapa que cubría las teclas amarillentas del piano, temeroso de tocar alguna de modo involuntario. Su pavor, me dijo, era que la voz del instrumento desatara una conjura y terminara invocando el espíritu de los antiguos moradores. ¿Quién asola su casa, quita los bombillos, retira hasta los clavos de los que pendían cuadros, fotos y crucifijos, y deja abandonado en un rincón un piano así nomás? Los edificios de esos apartamentos enormes, entre el teatro Pablo Tobón Uribe y la avenida Oriental, fueron de gentes ricas. Algunos de los próceres cuyos bustos están sembrados bajos los árboles de La Playa son parientes de los antiguos propietarios, los más afortunados idos a otros barrios de opulencia, los menos afortunados por ahí, viviendo del recuerdo de haber sido y ya no ser. Ahora esos apartamentos parecen invendibles porque, siendo así tan grandes, sus cuotas de administración son una alcancía rota. Los dueños que aún los conservan los arriendan a precio de ocasión con tal de que los inquilinos asuman el costo de mantenerlos. Hay apartamentos embargados por cantidades que superan su valor comercial. Lo siguiente que sorprendió al Zarco entre tanto espacio vacío fue el bidé de los baños, ese aparato sanitario en el que la gente pudiente se sentaba para que un chorro de agua les limpiara lo que no les apetecía limpiar con la mano. A esa tentación sí no fue capaz de resistirse el Zarco. Según él, el bidé envicia como la buena comida y mientras lo usaba se complacía imaginando la tristeza de los que habían renunciado a su uso cotidiano obligados por la repentina pobreza. Una tarde que llovía con truenos y relámpagos, el Zarco abrió la tapa del piano y arreció los dedos contra las teclas que, pese al ímpetu de su gesto, no dijeron nada. ¡Es mudo!, gritó. La suerte del armatoste estuvo echada. Curado de espantos decidió arrancarle las teclas de marfil, igual que un bandido le arranca los dientes a un cadáver. Con lo que le dieron por ellas dice que vivió unos días a sus anchas, contemplando La Playa a través de un ventanal tan largo como un bus. Lo último que vendió de Clemente fue el encordado de su arpa apolillada. El silencio es la música del olvido, me dijo el Zarco la vez que hablé con él, hace años.

Cuatro

Suspendido a tantos pisos de altura sobre La Playa, Ramón limpia las ventanas que alguien revisará más tarde desde adentro. Las que no pasen la inspección las descontarán de su pago. Él se esfuerza el doble porque ha decidido rescatar los huevos de los nidos ocultos en las cornisas, justo antes de que sus compañeros los destruyan sin compasión. Los huevos que va encontrando los esconde en una bolsa con aserrín y se los lleva a su mamá en El Corazón, allá en la Comuna 13. Ambos se idearon unos nidos con medias nonas. Anoche eclosionaron dos, le contó ella por teléfono, él suspendido en el aire. Uno parece golondrina, le dijo, el otro parece lechuza.

Cinco

Desde la ventana de su cuarto, acostada en su cama, Candelaria veía yubartas girando en el aire, arremolinándose como si fueran de goma y no pesaran una barbaridad. Debe ser enorme la alegría de una ballena para empujarla así fuera del agua y hacer que cante. Porque las yubartas cantan, volvió a leer en estos días Candelaria en un periódico que barrió del suelo. Una vez barrió un billete de diez mil pesos que resultó falso y así mismito dice que lo echó en la basura, que es adonde cree ella que deben ir las desilusiones de la vida, las rabias, las frustraciones, los enojos, las envidias. El odio no es reciclable, dice con voz de basurera experta y se acomoda el sombrero de tela que la obligan a ponerse para que el sol no le haga daño. Pero qué daño le va a ser siendo negra y tan recia, tan seria. Aunque es verdad que el estruendo de su risa se oye desde lejos. Parece el latigazo de una yubarta sobre el agua. Pero no ocurre mucho, y ahora menos que uno de sus nietos está hospitalizado, enfermo de algo que lo hace convulsionar. Candelaria tiene 48 años y nadie diría que es abuela de tres niños: Brayan Kevin, de cinco años; Lady Maryori, de cuatro; y Nico Ádamo, de tres, justo al que irá a ver al hospital después de que termine de barrer la plazuela San Ignacio. La hija de una vecina que es enfermera la deja entrar a verlo aunque ya no sean horas de visita. Ninguno de ellos conoce el mar, dice Candelaria mientras barre y confirma la frustración que eso le impone negando con la cabeza una y otra vez. Su recuerdo más feliz de la infancia es el de cuando su papá llegaba con un cangrejo anaranjado del tamaño de un plato y lo ponía a cocinar en agua con sal. ¿Qué hace tan feliz a ese recuerdo? Porque lo que amamos de un recuerdo no es todo el recuerdo. Suele ser una porción precisa de él, una parte esencial, como la pieza de un mecanismo diminuto y complejo. ¿Era el color reluciente del cangrejo, el sabor de su carne blanca, los chasquidos dichosos de ella y de su padre? Candelaria se detiene y piensa una respuesta apoyada en el cabo de la escoba y algo en sus ojos se ilumina, después los cierra y suspira, parece que algo dirá, una única palabra que es suficiente para espabilar el recuerdo y hacerlo aletear vivo, pero entonces pasa el tranvía sobre Ayacucho y el ruido de la campana con que espantan a los peatones distraídos enmudece su respuesta.

Seis

Esto me contó Chucho en las puertas de la iglesia de San Ignacio, mientras el cura alzaba el cáliz con la sangre del Dios de los cielos convertida en vino. Me juró que no mentía, que aquello había sucedido el 20 de julio, fiesta de la Independencia, y justo durante el conticinio, esa hora de la madrugada en que el mundo es mudo. Me contó él que iba atravesando el Parque Bolívar cuando se encontró de golpe con el Libertador en persona, ahí de pie y apeado de su caballo, con ademanes de urgencia. Chucho me dijo que Bolívar le preguntó por el cruce de Colombia con La Paz y que él, conocedor de la nomenclatura del Centro, le respondió que esas calles no se cruzan. ¡Tendrán que hacerlo un día!, me dijo Chucho que le dijo la estatua entristecida antes de regresar de un salto a su pedestal de mármol.UC