Número 104, febrero 2019

Kianga es amar en embera
Nataly Erazo. Fotografías: Juan David Ortiz
 

Fotografías: Juan David Ortiz

Amar parece ser una meta impuesta, una línea por cruzar, un camino cercado por obstáculos con los que algunos tropiezan, otros caen, y en los que muchos se quedan orbitando. Pero para los protagonistas de este relato eso de amar parecía un cuento inventado.

A Brayan, por ejemplo, le costó un par de golpes, “golpes de albañil, que no es lo mismo”, mano pesada y puño certero. Golpes de papá. Fue en el año 2011 cuando decidió decirlo en voz alta, decir que era ho-mo-se-xual, y en el momento mismo en que lo hizo público, palabra dicha y entonada, su papá lo persiguió por la casa, le partió un palo en la espalda y lo hizo caer por las escalas.

Amar a alguien implica siempre el drama de lo incierto, pero cuando ese amor va dirigido a alguien de tu mismo género se suman las miradas de recelo, el dedo que señala. Y cuando la locación del romance es Urabá, se convierte además “en un acto de resiliencia”, como dice Brayan. Urabá, tierra prometida, bautizada así en katío, agua fértil, calor visceral, escenario de todas las formas de violencia.

En ese fragmento de Antioquia, con el recelo propio de las historias pasadas, se levantan pequeños grupos para vencer el miedo y defender la vida. Brayan es ahora integrante de uno de ellos, la Mesa Diversa de Chigorodó, una iniciativa que convoca al encuentro, no de quienes se reconocen iguales sino de quienes se aceptan en las diferencias.

A la cabeza de la coordinación de equidad de género de este municipio está Tatiana Trigos, mujer heterosexual, liderando una causa que parece ajena. Pero es que la justicia no es bandera de pocos y en su valentía ha emprendido una “revolución amorosa” que le ha permitido a varias generaciones reconocer y abrazar su identidad.

“Es que yo soy maricón, así como se escucha. Por esto es por lo que hemos luchado, por el orgullo de decirlo en voz alta”.

A una hora de Chigorodó, siguiendo una extensa carretera cercada por plataneras, está Mutatá, y en medio de ese verde predecible aparece el resguardo indígena Jaikerazabi. Cuando se cruza el portón, la primera casita que se encuentra siguiendo el sendero es el quiosco digital, y adentro, cinco computadores de escritorio al mando de Nilson.

Nilson, rostro embera, cabello negro, crocs empantanados, yin ajustado y ojos que hablan en su maquillaje marcado, es líder. Su grupo le sigue, se sientan a su costado y él habla. Después, poco a poco, sus acompañantes también van narrando su historia, entre sonrisas tímidas, apagadas, ocultas en sus manos gruesas que intentan cubrirlas.

“Yo todavía no le he dicho a mi familia, pero ellos se lo sospechan”, dice uno de ellos, Wilton, “dentro de poquito le voy a decir a mi mamá”. Este grupo es el colectivo LGTBI del resguardo y su identidad les precede. De mirada altiva, pasos ondulantes, y nombres inventados y asumidos con valor, como el de Vannesa, que escucha mientras hablan de ella.

“Una monja le cortó el pelo para ‘arreglarla’, por eso lo tiene así cortico”, cuenta Nilson, mientras la protagonista del relato agacha su cabeza en un gesto suave, delicado, como toda ella. “Pero acá ya nos respetan, y hasta nos defienden cuando alguien nos trata mal”.

Por fortuna, Nilson hace parte de una familia que por décadas ha gobernado en la comunidad, y su vínculo con las autoridades ha hecho que para él y para todos sea más fácil salir del clóset, sí, que en lengua eyabida también se usa esa expresión.

Fotografías: Juan David OrtizFue de los primeros, se consiguió un novio, vivieron juntos en la casa paterna y con ese ímpetu empezó a contagiar a aquellos que seguían disimulando sus maneras e imitando una masculinidad que no era de ellos. Armaron reinados de belleza y en el juego permitido se vestían de mujer en público.

Después fueron saliendo con sus trapos más allá de la pasarela y el espectáculo comenzó a vivirse en otros espacios. Más o menos cuatrocientos emberas, número que integra esta gran familia, fueron testigos de la actitud de unos jóvenes que ahora se permiten el goce de ser quienes son.

En este punto es cuando aparece Aldair.

Alto, color canela, entusiasta, muy entusiasta. Líder por naturaleza, oriundo de San Pelayo en Córdoba. Dice que será el primer presidente homosexual, animalista, feminista y de Urabá. Vivió su infancia y adolescencia en Carepa, que significa papagayo, y allá nació su vocación por el liderazgo social. De su papá, sindicalista bananero, heredó nuevas luchas, y ahora es integrante de la Red de Jóvenes Constructores de Paz de la Fundación Mi Sangre.

Una vez conoció lo que Nilson había logrado en su pequeño universo, decidió que esa muestra de valentía debía ser referente, “algo estamos haciendo mal acá afuera, porque allá adentro nos llevan años luz”, habla en su retahíla exaltada, y entonces empieza a desgajar su idea.

Conectar, esa es la meta, tejer una red de mesas diversas, de emprendimientos sociales con enfoque de género, llevar la voz de Nilson, Vannesa, Wilton a otros rincones de Urabá: “¿Tú conoces a alguien gay de San Juan?”, le pregunta Brayan a su amiga Sharlot en su risa escandalosa.

“Es claro que juntos somos más fuertes”. Esta red demuestra que ellos están ahí, que además están organizados, y esa es la forma de desafiar al supuesto orden de las cosas. Aldair, a sus veintidós años, lidera la creación de la primera red de colectivos LGTBI de Urabá, una propuesta inédita en la región que propicia el intercambio de saberes y poderes, el cruce de experiencias y prácticas.

Su incidencia política podría llevar a la formulación de leyes y a abrir el diálogo en el territorio. A ser sujetos políticos de una sociedad que todavía los condena por conjugar el verbo amar.UC

*Este texto hace parte de la estrategia de Prensa para la paz de la Fundación Mi Sangre.

Fotografías: Juan David Ortiz