Número 104, febrero 2019
El 21 de julio del año pasado tres jóvenes murieron atropellados por un tren del metro de Medellín entre las estaciones Aguacatala y El Poblado. Su intención era dejar la marca de su corrillo de “rayadores” en un vagón, firmar una misión colectiva. Mirar ese parche desde adentro sirve para entender su lógica y su tragedia. Derramar un poco de tinta como homenaje.
 

La espera del tren
Santiago Rodas. Ilustración: Sara Serna

A la memoria de Suber, Skills y Shuk

Desde aquí se ven los rieles del metro, el río que corre hacia el norte, más al fondo, el Centro de la ciudad. Una nube oscura que avanza por el oriente cubre las montañas de El Poblado, amenaza con tormenta. Se siente el viento que empuja con fuerza en contra de nosotros. Son las tres de la tarde. Estamos sobre el puente de la 4 sur, justo en la mitad. Los dos nos apoyamos en la baranda metálica y oteamos el flujo de abajo: carros, motos, personas. No decimos nada, todavía. Yo miro a mi amigo y él mira hacia las vías oxidadas del metro. No alcanzo a dimensionar lo que pasa por su cabeza, las imágenes que machacan en su memoria. No llora en todo caso; no parece sentir dolor, no demuestra nada, es más bien como si mirara al vacío, como si estuviera tranquilo; pero yo sé que no es así.

Nos estancamos en un mutismo pesado. Yo no me animo a preguntar, dejamos que el silencio se cocine en sus propios jugos algunos minutos que creo van a ser muchos más. Sin embargo, de repente me hace un gesto, señala con el dedo hacia las vías. Ahí, dice y empieza a relatarme los sucesos.

Habíamos terminado de pintar, estaba muy oscuro y no se oía nada. Luego, de repente pasó todo. Entra en detalles: esa mancha en la canalización que está anaranjada, medio ocre, justo en ese lugar quedó uno de ellos, seguro intentaron borrarla, pero no salió. Me dice el nombre de su amigo, el mismo que me dio una camisa con un dibujo suyo el día del accidente. Me explica en detalle cómo fue que el tren lanzó a su amigo desde las vías hasta dejarlo en la canalización, luego describe cómo atropellaron a los otros dos. Pienso, mientras él habla, que el silencio previo que nos envolvía era una especie de calentamiento para tomar fuerzas, para respirar y así empezar a relatarme los detalles. Detalles que yo había imaginado distintos y que reconstruí en mi cabeza de manera cinematográfica. Ahora conozco los hechos tal como ocurrieron; se suceden las imágenes en procesión, una tras otra, mientras mi amigo me explica cada cosa que pasó esa madrugada del 21 de julio.

Veo desde aquí arriba del puente toda la escena y reconstruyo los instantes, los segundos desde que pasó el tren de despeje, sin luces, a ochenta kilómetros por hora, los arrolló a los tres; y luego, la sangre, el traquido de los cuerpos debajo de los fierros, el chirrido metálico del tren que se detuvo en seco, la escapada de los que quedaron con vida, la noche cerrada con esa luz sucia de las lámparas en la avenida Regional; el momento en que mi amigo se metió en uno de los túneles de la canalización, mientras temblaba, e intentaba, a martillazos, hacer encajar en su cabeza lo que pasó, porque no lo creía. Pienso en la sensación de irrealidad que cubre los hechos que apenas suceden, en el efecto ficcional que se le agrega a lo escabroso que recién sucede, para ponderarlo. Pero él, en ese momento, no podía creer nada de lo que acababa de pasar, no entendía. Casi perder la vida y salvarse por unos segundos, unos pasos, la posición del cuerpo, ¿por qué sus amigos sí y no él?, se preguntaba y sacaba fuerza para poder respirar. Aún no había palabras, las palabras llegarían después.

Me veo en la situación de mi amigo, en este momento encima del puente, del río, de las vías del tren y no me explico cómo mantiene la calma, mira sin perturbarse, sin mostrarse afectado. Pasaron dos meses y aquí está él de nuevo, como si un destino secreto lo llamara a enfrentarse con él mismo. Pero no fue el destino, fue simplemente un encargo de pintura con el que debía cumplir lo que lo trajo de nuevo a la ciudad. Me pidió que lo acompañara hasta el puente y yo me sentí en la obligación. Acompañarlo es lo menos que puedo hacer por él.

De nuevo nos quedamos callados y dejamos que pasen cuatro o cinco trenes llenos de gente por debajo de nosotros. La lluvia se condensa en el fondo del valle y decide bajar a trote por las montañas. Caminamos hasta el skate park para resguardarnos bajo el puente. Nos sentamos en el mismo lugar en el que hace dos meses mirábamos cómo pasaban los trenes y esperábamos. Compramos una botella de ron. Por ellos, decimos. Brindamos con el primer trago, el más amargo. Para las ánimas, pensamos. El cielo se desploma sobre esta porción de la ciudad.

***

Recibo una llamada a mi celular. Es la voz de mi amigo, me dice que está en Medellín. Veámonos en la 4 sur, a las seis de la tarde, dice y su voz suena distinta a otras veces, menos suelta, más programada, extrañamente puntual. No aclara para qué, no me da pistas. Hágale pues, le respondo.

En el skate park lo saludo. Con él están otros cuatro de ropa ancha y el mismo acento de la capital. Me siento, se presentan y me dan un trago de ron; luego en medio de risas y chistes que se hacen entre ellos, me explican lo que van a hacer. Me necesitan para una labor menor. Debo guardar sus pertenencias en mi morral por si pasa algo con la seguridad interna o con la policía. Venimos por el metal, me explica mi amigo y a mí se me aclara la cabeza, el misterio en su voz. Desde principios de la semana los demás estudian la manera de entrar en las vías y pintar con sus aerosoles un tren que se estaciona a la misma hora, en el mismo lugar. Para mi amigo es la primera vez, no en un tren, él ya los pintó en otros países, pero sí en el metro de esta ciudad, el único de Colombia y, por lo tanto, el más preciado entre los grafiteros del territorio nacional. Soy de algún modo, parte de la misión.

Nos ubicamos en un lugar estratégico para ver el movimiento de los trenes, esperamos a que llegue el señalado y se estacione en uno de los semáforos. Ellos ya lo tienen estudiado. Saben cuál es la ruta de acceso, el tiempo que consumen en entrar por las rejas, lo que se pueden tardar para escribir con sus aerosoles en un vagón entero las iniciales de su crew. El tren lleva tres días cumpliendo sin falta su itinerario. Aunque parece que no va a llegar a tiempo, son las seis pasadas y ningún tren se detiene.

Vemos pasar cada uno de los trenes, y con cada paso siento un vacío estomacal, pese a que yo ni siquiera voy a entrar en las vías. Esperamos que se detengan, que alguno disminuya su velocidad, pero ninguno lo hace. Entonces les explico que las rutas y los horarios muy posiblemente cambien los días festivos. Hoy es 20 de julio, por lo tanto, quizá el tren que paró en días anteriores en este lugar cambió de horario.

En esas nos pasamos tres horas más. Hasta que deciden que lo van a internar al día siguiente, cuando la circulación de las personas retorne a la normalidad.

***

A las ocho de la mañana del 22 de julio me llega un mensaje al celular. “Tres jóvenes fallecieron tras ser arrollados por un tren del metro”, una noticia de Telemedellín. Leo el mensaje y quedo paralizado. Pego un grito largo y lanzo el celular a cualquier parte. Intento pararme, pero me siento mareado. No, empiezo a decirme en la cabeza. Una y otra vez aparece la palabra: no, no, no. Tiemblo, me parece absurdo, me parece imposible, no lo creo. Recojo el celular del suelo y empiezo a llamar a mi amigo. No responde. Entonces pienso en llamar a su novia, pero temo que sea yo el que le adelante la noticia, y mejor intento llamar a la gente que creo puede estar enterada, con la esperanza de que alguno sepa qué fue lo que sucedió.

Nadie conoce a cabalidad los hechos y por lo tanto la información es difusa. Pienso seriamente en la muerte de mi amigo, en que no lo voy a volver a ver. La mañana se me va entre llamadas para averiguar por ellos, enviar mensajes de texto, revisar las noticias, y llorar cada tanto sin poder contenerme. No estoy seguro si mi amigo quedó en las vías. Nadie me da información útil. Todos sabemos lo mismo: lo poco que se puede rastrear en internet. Saco la camisa que me dio uno de ellos la noche anterior y la miro un rato, el estampado consiste en un dibujo de unas ratas de pie, agarradas de las manos, en círculo, con la indumentaria de una misión y abajo, en letras de grafiti, dice Ultravandal.

Al mediodía consigo dar con alguien que estuvo en el momento del accidente. Hablo un rato con la persona y le digo que sé que es difícil, pero necesito que me diga quiénes murieron en la madrugada. Me da los nombres y yo respiro amargamente. No dice el de mi amigo. Los demás están en medicina legal y necesitan que alguien los reconozca mientras los familiares viajan desde Bogotá. Intento ponerme en contacto con mi amigo, pero no contesta por ningún medio. Le dejo un mensaje en su celular: estoy al tanto de todo, lo que necesites, acá estoy. Pero no recibo respuesta.

***

Es el segundo día que nos encontramos en los bajos del puente de la 4 sur, en el skate park. Esta vez esperamos, con la normalización de los horarios, a que el tren llegue puntual, pero pasa el tiempo y nada más, no se detiene ninguno. Quizá cambió de horario otra vez por ser fin de semana, pero puede que aparezca más tarde. Nos tomamos una cerveza y la tensión parece diluirse. Algunos se fuman un porro, otros montan en patineta, dibujamos en una libreta y escribimos nuestros nombres: todos empiezan con “s”. Algunos hacen sus tags en el cemento. Hablamos de todo menos de grafiti y creo que es lo mejor, así pasa el tiempo más rápido hasta que sea la hora de accionar la cizalla y los aerosoles. Estamos agotados de esperar.

Sobre todo hacemos chistes: mejor nos vamos al Centro a tomar, explica uno, o a pintar en otro lugar más tranquilo, porque ese malparido tren no quiere aparecer. Luego me enseñan las herramientas imprescindibles para la acción, los aerosoles ultrawides plateados que disparan pintura hasta llegar a casi tres metros de distancia.

Rearman el plan paso a paso, me explican que ya no es necesario que les guarde sus pertenencias en mi morral. Ya las dejaron en la casa de alguien.

Pasamos cuatro horas ahí hasta que siento que no tengo nada más por hacer. Estoy cansado y debo hacer un esfuerzo muy grande para socializar, mantenerme al ritmo y con la misma energía de los demás. Necesito estar solo, al menos por un rato.

Ilustración: Sara SernaLe digo a mi amigo que lo llamaré más tarde, para que nos tomemos unas cervezas, si es que el tren no se detiene en el semáforo. Me despido, pero antes, uno de ellos me entrega una camiseta y yo le agradezco. Me la voy a poner, aunque sea amarilla, le digo y me río.

Los invito a una ronda de cerveza antes de irme, todos agradecen tranquilos, confiados. Son una familia. Qué detalle cucho, son las palabras que me dice otro, el que se ve más joven. Algunos de ellos ya pintaron este metro dos veces. Saben qué deben hacer y qué no, ya coronaron varios trenes de toda Latinoamérica. Están curtidos en el oficio. Me despido entre carcajadas por un chiste que le clavan a uno que deja regar la cerveza. Los oigo reírse mientras me alejo y miro los trenes que pasan, a toda velocidad, dejan ver algunos rostros borrosos adentro de los vagones. Espero que lo puedan lograr, les deseo suerte en mi cabeza y me pongo a pensar en otras cosas.UC