Número 104, febrero 2019

Ocaso de un malandro
Juan Guillermo Valderrama Santamaría. Ilustración: Laura Mejía-Posada
 

Ilustración: Laura Mejía-Posada

La primera vez que vi su estampa fue fugaz, a la distancia. Lo bajaban esposado de una patrulla verde. Dos guardianes y dos policías lo traían en custodia al velorio de su abuela. Lo metieron en su casa y desapareció. Horas más tarde lo sacaron por la misma vía rumbo a La Ladera. La calle estaba desierta, pero ventanas y cortinas resguardaban mínimo un chismoso detrás. Su reaparición fue unos cuantos años más tarde.

Ese día, como casi todos los días, estábamos sentados en El Huequito, jugando a ser adolescentes y a enamorar a toda aquella que se atreviera a caminar por esa acera, rumbo al colegio, a misa, a la tienda, a su casa o a ninguna parte.

El Huequito era uno de los puntos de encuentro más queridos por nosotros, puesto que nos brindaba todo aquello que necesitábamos a esa edad: alcahuetería, paisaje, descanso, cobijo, arraigo, trinchera; y cama cuando era necesario. Todos los que en él convergíamos vivíamos a no más de tres cuadras. Además, a un par de casas quedaba la tienda del viejo don Ignacio, proveedor de lo que más necesitábamos por aquellos días: bolis para calmar la sed después de los picaos; cerveza y cigarros cuando queríamos sentirnos grandes. Era para nosotros un sagrado recinto, una especie de confesionario, tanto así que el que quisiera fumarse algo diferente a un cigarro tenía que retirarse a la esquina. Lo que menos nos interesaba era banderiar el parche y que don Aristóbulo, el dueño de la casa, nos prohibiera estar allí. Hay sitios que marcan tu vida para siempre y ese fue uno de ellos.

Y tuvo nombre propio: El Huequito. Era un lugar sencillo, un triángulo dejado por el espacio de unas escalas que conducían a un segundo piso. En él podíamos sentarnos cómodamente cuatro jóvenes, mientras conversábamos con otros tantos que, de pie o sentados en el murito del antejardín de dicha casa, completaban la barra. Era una especie de sala, pero en la acera, que por poltronas lucía adobes y cemento. El que se paraba perdía su adobe, y sin chistar debía esperar de nuevo su oportunidad. ¡Cuál de todos más pobre! Tanto así que por poseer unos botines Pro-Keds, de cuero blanco, yo era el ricachón de la barra. Así que al parsimonioso del Chorli se le ocurrió la magnífica idea de bautizarme Tío Rico. Y así me quedé por varios años.

Desde allí podíamos mirar al tiempo transitar ante nuestros ojos, al barrio, a la gente, a los buses de Campo Valdés. Pasaba el pasado en bastones y en despeinados borrachos, el presente pasaba en minifalditas de yines, y faldas, cuadriculadas de uniformes, deseando ser minifalditas, y el futuro por cantidades pasaba en preñadas barrigas de señoras y no tan señoras. Y pasaba muchas veces yo agarrado de la mano de Dora, o de mi perro.

Después llegó Caliche y lo profanó con marihuana y pepas, y a don Aristóbulo no le quedó otro recurso que ponerle una reja con candado y clausurarlo para siempre. Fuimos desplazados; debimos migrar hacía la esquina, pero ya no fue lo mismo, daba rabia y tristeza ver El Huequito entre rejas, mientras Caliche gozaba de su libertad.

Caliche fue un malandro de vieja guardia, un visitante acérrimo del Perro Negro, en Guayaquil, un mal llamado camaján, un Pedro Navaja criollo. Más de la mitad de su vida la pasó, de trasteo en trasteo, recluido en diferentes cárceles del departamento, entre internados, inspecciones, preventorios y penitenciarías. Su última temporada la vivió en La Ladera hasta 1976, año en que fue sellada, para luego terminar su condena en Bellavista, donde le tocó estrenar patio quinto, camarote, colchón, pulgas, chinches, garrapatas y carranchil. Creo que nadie en el barrio quería que él saliera, ni su familia. Si alguien comentaba que pronto le darían su boleta de libertad, la gente le ponía una tranca más a sus puertas y le echaba una santiguada más a su familia. Pobres los Bomberos, ya van a soltar a Caliche, decían. ¡Y lo soltaron!

Era hijo adoptivo de los Bomberos, nombre dado a su familia por los vecinos, ya que el padre era conductor de una de sus emblemáticas máquinas rojas. Muchas veces llegaba en una de ellas a su casa y era el asombro de la cuadra, en especial de los niños, a los cuales dejaba montar en ella y tocar su dorada campana. Si bien los rasgos de sus adoptantes eran anglos y se distanciaban en mucho de las facciones mestizas de Caliche, su madre lo llamaba “mi mono”, y su padre, Carlitos, a pesar de que pasaba de los 35.

Creo que su menuda figura no lograba el metro con cincuenta, su enorme cabeza de huevo de chocolate resplandecía debido a su calvicie prematura; no era negro, para definirlo mejor, era café. Sus achinados ojos permanecían siempre irritados por el consumo compulsivo de la yesca, como con cariño llamaba a su cannabis; denigraba del cigarrillo. A pesar de ser canero viejo, no se marcó tatuajes. Su camisa de seda florida, desabotonada casi hasta su ombligo, trataba de hacer juego con el pantalón naranja de bota ancha y mocasines blancos de suela de caucho. Jamás bluyín, tampoco se calzó medias y mucho menos lució correa. Su bisutería constaba de un amuleto de bala de fusil, en forma de cruz, colgado al cuello; su posesión más presumida, una esclava con las alas de la FAC (Fuerza Aérea Colombiana); en su mano izquierda, una calavera de ojos verdes como anillo y, escondida en la pretina, una Stainless Champion americana, que hacía juego con la candela Colibrí, en su relojera. Además, en la derecha, el loro marca Sanyo de cuatro tacos, que solo dejaba en su casa si salía a laburar.

Para Caliche todo era un ritual: creía en brujas; por eso decía usar los calzoncillos al revés, para evitar un hechizo. Se persignaba con la izquierda antes y después de salir de su casa y mantenía una ramita de ruda en su oreja, que recalcaba debía ser regalada para que funcionara, y así atraer amores, suerte y fortuna. Una tarde, mientras en la esquina armaba su bareto, pasó un ventarrón y le tiró al piso toda la marihuana que molida y espulgada reposaba en el cuero. Él, con reclamo, miró a los cielos, hizo una cruz con sus dos índices, y gritó: “¡Loca inrresponsable!, unas veces venís disfrazada de escoba y otras de duende; soltame, no te metás con mi yesca ni con mi familia. ¡Vade retro, satanás!”.

Por ningún motivo, desde que lo conocí, le quedó mal al gran Hernán Caro, al mediodía de los domingos: una hora en Buenos Aires; ni mucho menos a las dos p. m. a Orlando Patiño, en Radio Visión, en Una hora con la Sonora. Aunque era mal bailador, bailaba mientras caminaba, tratando de seguirle el ritmo a su doña Celia, don Daniel, don Bienvenido, don Bobby… y su adorada Toña la Negra. Y era tanto su amor platónico por “la reina del montuno”, que a toda mujer que despertara sus matancerómanos piropos la llamaba susurrante: “¡Psst! ¡Psst! ¡Psst! Como estás de linda… ¡Leída!”.

Cuando salió de La Ladera, le tocó entrar quedando de último; el barrio ya era otro, pero él seguía siendo el mismo, un simple malandro cuesta abajo, especializado en oficios de rateros: jalar waches Orient, Cornavin y Seyco, estilógrafos Parker y Paper Mate, además de aretes, cadenas, anillos, bolsos, y esculcar uno que otro borrachito, oficios que mientras estuvo enrejado pasaron de moda. A sus camaradas ya los habían matado: al Chepe, al Dorian, al Teco, al Quema Montes, al Mata Siete… Y otros pocos continuaban encanados. Ahora los caciques eran los Priscos y “los muchachos”. Hasta las palabras cambiaron: las llaves ya eran parceros, las boletas, banderas y los faltones, gonorreas. Igualmente, se le habían terminado sus años de gloria a los carniceros, a los chupachupas y a las Champion, para darles paso a los tres ocho, Mini Uzi y changones. Y ya no se mercaba en El Morro, la plaza era en La Arboleda.

Así que a Caliche ahora se le veía solo, parado en la tienda de Patecumbia, a veces con una cebada en su mano izquierda, y en la otra, el Sanyo y la Champion, de la que afirmaba no se le acababan las balas, y que por eso era que no le gustaban las armas de fuego. Su dosis personal casi siempre la cargaba en la cabeza. Con petulancia afirmaba: “Por mucho que te requisen los tombos, en la torre no la encuentran”.

Estuvo por varios meses juicioso, o al menos robaba en otros barrios, en otras cantinas, en otros buses, a otros taxistas, a otros borrachos. Se la tenían sentenciada los muchachos de La Arboleda: que a la próxima cagada le daban piso. Es más, ya le habían pegado una pela por meter un cantinazo en el bar Maipú.

Y de pronto, Caliche comenzó a revolverle basuco a su mariguano, y la cosa y los cosos comenzaron a salírsele de las manos. Al vender su amuleto fue como si firmara su partida de defunción. Después salió de la esclava, el Sanyo lo enrocó por cinco baserolos y llegó al colmo de los colmos de jugar y perder, a la veinticuatro, su herramienta de trabajo: la Champion. Se robaba todo lo que estuviera a su alcance y a todos. A veces se le veía por los techos vecinos robándose las tejas, la ropa de los tendederos, las jaulas con los sinsontes, turpiales o canarios, los gatos finos, los criollos, bombillas del alumbrado público, matas y materos, retrovisores, repuestos de carros, bicicletas mal parqueadas, los cables de cobre de los teléfonos, las tapas de los contadores, los fusibles y breques de la luz, y hasta las canecas de basura. Y de su casa se le vio salir corriendo con la plancha aún votando vapor… y a su madre detrás gritándole: “¡Mi mono, no me dejés sin con qué plancharle los uniformes al viejo!”.

Y de pronto, los muchachos llegaron a la conclusión de que Caliche era una escoria para la sociedad y por ende para el barrio. Se congregaron en un cónclave (o una misa, como llamaban a sus reuniones), y pusieron a consideración un referéndum que constaba únicamente de dos preguntas: ¿destierro o piso?, para dictaminar, por votación democrática entre sus socios, lo que se debía hacer con el sindicado. Los votantes eran traquetos, sicarios, caleteros, jaladores, campaneros, cocineros, secuestradores, vacunadores, extorsionistas… para infortunio de Caliche: manos levantadas por destierro, cero. Manos levantadas por votos en blanco, cero. Manos levantadas por piso, nueve. Así que nueve tiros le metieron, eran demócratas y ecuánimes: un tiro por mano.UC