Número 76, junio 2016

Adictos a las pastas
Don Alirio. Fotografía: Juan Fernando Ospina

Fotografía: Juan Fernando Ospina

Cuando mi madre conoce una persona lo primero que hace es grabarse en la memoria su nombre. Una de esas personas fue Rubén, un joven delgado con cara de pillo, el pelo tinturado por el Dioxogen, vendedor de plátanos y bailarín especializado de champeta. Rubén, según mi madre, vendía unos plátanos con los que se podían hacer los mejores patacones. Aparecía un miércoles, un viernes o un sábado en mi casa, mientras mi madre le ofrecía un tinto, un jugo o un vaso de agua. Generalmente los sábados muy temprano, don Andrés Pino ponía a sonar El Implacable, su picó, (Sound System de origen jamaiquino decorado con una serie de dibujos apabullantes y una buena cantidad de parlantes) a ritmo de calipsos, soukous, rocksteady y un sinfín de sabrosuras africanas que agruparon bajo el término “champeta africana”. Ahí Rubén demostraba sus dotes de baile sin la más mínima represión, con muchas ganas, como si la banda sonora ideal acompañara un buen momento de su día a día.

Por otro lado estaba yo, encerrado en mi habitación escuchando sagradamente Arriba Caribeño, un programa de radio del AM conducido por el Chino Higuera. Durante ese espacio solo se programaba música picotera y se anunciaban las verbenas bailables del fin de semana y nuevas producciones afroantillanas y del Caribe en general. También avisaban la llegada a Barranquilla de un nuevo disco, un exclusivo, una pepa fina, una joya, quién había sido su comprador, cuánto había pagado por ella y cuándo sería la fecha del estreno.

Un día, Higuera dio a conocer a sus radioescuchas que el señor Alex Alemán, propietario de El Timbalero, uno de los picós más emblemáticos de la Costa Atlántica, acababa de adquirir un tesoro traído de Surinam interpretado por una agrupación llamada Trafassi. El tema se llamaba Jawaani pero ese mismo día lo rebautizaron con el nombre de El Geovany, por el coro que repite la canción. Mi entusiasmo por escucharla era absurdo. Hablé con varios de mis amigos de adolescencia y quedamos en ir a ese estreno sonoro en El Bosque, uno de los barrios más peligrosos de Barranquilla. A kilómetros de distancia se sentía cómo vibraba la música, nos íbamos acercando y la emoción palpitaba. Llegamos y el sitio era un hervidero, un baile popular repleto de valijas de todas las especies; daba miedo, pero las ganas de escuchar semejante pieza eran más fuertes. A pocos metros de donde nos paramos había unos manes que se acercaron, sacaron sus navajas y me dijeron: “¡Perdiste pelao! ¡Te bajas ya de todo lo que tengas!”. Eso incluía unas zapatillas Puma que me habían traído de “Layunai”, como le decían a los Estados Unidos por esa época en Barranquilla. Le dije a mi amigo: “Socio, yo no quiero entregar esos pisos, son demasiado bonitos y para volver a tenerlos tocará esperar a que me los regale Mandrake”. De repente, de la nada, alguien con voz de mando se acercó y dijo: “¡A este man no me lo toca nadie! ¡Este man es invitado mío!”; era Ruben, el joven vendedor de plátanos que tanto aprecio le tenía a mi mamá.

A partir de ese momento mi entrada a las verbenas más cotizadas y peligrosas fue libre, disfruté de esa irresistible orgía percusiva y nerviosa que producían los discos africanos sin intenciones comerciales, con un sonido depurado que provocaba bailar y bailar. Era la época dorada de los vinilos, la más arriesgada y dificultosa, la de los pantalones slacks y el aprendizaje a punta de oído. Esa noche conocí a la santísima trinidad del coleccionismo verbenero y salsero: Alex Alemán, Alfonso ‘Petardo’ Durán y el recientemente fallecido Luis Meza, más conocido como “Lucho, el que sabe mucho”. En la cabina era prácticamente imposible moverse, más de quince mil vinilos de sonido afroantillano en su forma más tribal, canciones que en ese momento solo sonaban en funerales en Mali, en reuniones bélicas kenianas o en emisoras magrebíes de onda corta, pero que podían hacer bailar hasta el más tieso.

Los tics sonoros se regaron entre el polvo, los repertorios programados eran cada vez más gozosos y trenzados en una polirritmia desafiante convertida en batalla, en disputas con un único objetivo: tener los discos más interesantes y poderosos, y que al mismo tiempo llevaran la etiqueta de exclusividad.

Muchas de esas joyas llegaron procedentes de Zaire (actual República Democrática del Congo), Nigeria, Kenia, Sudáfrica y las Antillas. Algunas fueron traídas por Osman Torregrosa y otras por Donaldo García. El mismo Torregrosa cuenta cómo conseguía dos elepés iguales, destruía con pintura la cara A para venderle la cara B a un coleccionista, y a la otra copia le dañaba la cara B para vendérsela a otro con el lado A. Los labels de cada acetato eran rayados con el firme propósito de que nadie supiera quién lo interpretaba y cuál era el nombre original de la canción. Luego eran marcados con un nombre criollo creado a partir de cualquier cosa que sonara cercana, generalmente, repetida en el coro.

 

Un claro ejemplo de eso era la canción Musa Ukungilandela, de Juluka Band, de Sudáfrica, cuyo coro dice “¡Trouble Trouble!”, y en el mundo picotero la rebautizaron como ¡Chavo Chavo!. Igual pasó con La mecedora, El terminator, El sacapunta,La bruja, El enano, La niña Mencha, El búfalo… Apenas fue con la llegada de internet que muchos de esos discos fueron reconocidos oficialmente a través de YouTube, sin embargo, aún son muy difíciles de conseguir y podría decirse que son los más caros. Ni siquiera en el continente negro es posible encontrarlos, algunos están en poder de coleccionistas franceses y otros quedaron en manos de coleccionistas de la Costa Atlántica colombiana. 

Fue así como Barranquilla y Cartagena se impregnaron de sonidos de todas partes del mundo, convirtiéndose en puntos geográficos claves cuando de safari musical o caza de vinilos se trataba. Cualquier género sonaba sin problema en una sola programación: rock, disco, cumbia, salsa, funk, new wave, folclor árabe, melodías románticas, champeta y todo lo que viniera de África. Era un collage musical en perfecta sintonía con los amantes del baile. La agudeza auditiva y el eclecticismo hicieron valorar la magnificencia de una colección de álbumes que estoy seguro solo pegaron allá, recopilaciones de singles rarísimos que únicamente bailaban los verbeneros bajo el inclemente sol de las dos de la tarde.

Con la firmeza y el deseo constante por encontrar todos los días algo nuevo, mi llegada a Medellín en el año 2007 me hizo visitar Musicales La Bastilla, la tienda de William Martínez, un local pequeño en el pasaje La Bastilla, encriptado para deleite propio y en el que deliberadamente nosotros los bazuqueros de pastas sacamos a flote esa bestia rebuscadora de ritmos partidos a velocidades hipnotizantes. En ella he encontrado un sinnúmero de discos por los que en Barranquilla darían lo que fuera. Ahí la música crece viva entre la verborrea imparable de los melómanos y coleccionistas, multiplicándose y desapareciendo a voluntad, en distintas formas e intenciones, un escenario nada mainstream en el que se puede tardear de forma tranquila viendo discos a diestra y siniestra. Quienes creemos en perder el tiempo buscando acetatos en cualquier ciudad del mundo amamos ese aspecto ritual y al mismo tiempo recreativo con el que seducimos una pasta, con el que alimentamos las retinas viendo portadas y queriendo encontrar esa joya que tanto anhelamos.

En Maracaibo, entre Junín y Sucre, está Hit Musical, lugar de tradición en el que se encuentra la propia receta para suspirar, un sinfín de bembé, conga y timbal de estética belleza, el sitio perfecto para gastarse la plata. Siguiendo y sumando llegué hasta la bodega de don Gilberto Giraldo, el Mocho, una cueva polvorienta detrás del Parque Bolívar, adornada de travestis, repleta de libros y por supuesto de discos: más de doscientas mil piezas gramofónicas imposibles de revisar sin guantes y una máscara antigás, pero donde pude encontrar una generosa ración de gemas decoradas horriblemente con precios escritos con bolígrafo y la firme intención de jamás ser borrados. Por último, está la Tienda de Discos Surco Records, donde todos los días se tiene delante un disco definitivo al servicio de los oídos más educados, donde beber es un placer y comprar acetatos un deber. En definitiva, con el regreso del vinilo, se empezó a combinar la labor antropológica con la comercial. Las subsidiarias de las grandes compañías gringas y europeas han prensado y reeditado incluso aquellos discos de 78 rpm con problemas de difusión y reproducción por la ausencia de las herramientas sonoras para hacerlo. Ellos realmente saben que recuperar todo ese imponente catálogo rítmico, acompañado de textos y memorabilia gráfica de la época es un buen negocio. A eso se le puede sumar el afán por descubrir viejos discos, lo cual hace que aficionados y DJ peregrinen por los mercados, tiendas de segunda mano y desvanes de todos los continentes en busca de pastas olvidadas.

Pero a pesar de que muchos exploradores musicales han logrado divulgar material por primera vez fuera de sus países de origen, como coleccionista tengo cierta tara con las ediciones originales, algo personal, no estoy en contra de las copias recientes, sin ellas un porcentaje alto de música no hubiese sido conocido y disfrutado, pero siempre voy a preferir la magia y la belleza de un disco añejo, de una portada manoseada, del sonido de la tierra cuando la aguja cae lentamente sobre los surcos.

El afrobeat, la psicodelia amazónica, la salsa, el highlife nigeriano y ghanés, el latin soul y por supuesto la cumbia, no solo colombiana sino de toda Latinoamérica, son algunos de los géneros más reeditados. Esto ha permitido generar encuentros informales entre músicos occidentales y africanos, ilustrando a través del pentagrama un vasto ejercicio de exploración rítmica. Por todo eso algunos lo han llamado Rena(fro) cimiento, un manifiesto constante de colaboraciones que intenta renovar ese manantial de producción auditiva.UC

 
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