Número 76, junio 2016

La casa de los negritos
Paula Camila O. Lema. Fotografías por la autora y Anamaría Bedoya

Fotografías por la autora y Anamaría Bedoya
2009

Fotografías por la autora y Anamaría Bedoya
2016

Aún no es medianoche y en la casa ya todos están dormidos. El padre, un hijo, la hija y la nieta; el menor no porque esa noche tiene turno en la fábrica. El del medio, Ramón, se levanta para ir al baño y escucha un ruido in crescendo: los pasos de los hombres que huyen por los tejados, el correteo del centenar de agentes de la ley que se derrama por la estrecha calle, franqueada por casitas casi todas iguales con techos a dos aguas y antejardines: calle 23 del Barrio Nuevo: donde termina Medellín, donde comienza Bello.

La bulla los despierta a todos. Reunidos en la sala, escuchan las ráfagas, los gritos de los agentes. Las tejas del patio crujen, y por la puerta abierta para que Yayita, la perrita, pueda salir a cagar, entran uno, dos, tres. Con las luces todavía apagadas, Patricia, la hija, ve primero las escleróticas y después los ve a ellos: negros, grandes, en bermudas o pantaloneta o jeans. Se les va encima, les pregunta qué hacen ahí; Ramón saca un machete. Pero uno les dice que no están armados: “Tranquilo llave que el que nada debe nada teme”, y otro pregunta por dónde pueden salir. Yayita les ladra tanto que tienen que encerrarla en el baño.

Afuera truenan las balas, una muy cerca, en el tejado otro crujido y por la cocina entra arrastrándose el cuarto, los borbotones bien audibles, en el piso una espesura tibia que el padre y los hijos sienten en los pies descalzos al moverse por la casa a oscuras. El hombre repta hasta la primera habitación, afuera un agente grita “ahí cayó uno”, otro golpea: “Abran o tumbamos la puerta”. Los extraños buscan escondite y el herido se lamenta bajo la cama.

Cuando don Aníbal abre, diez cañones lo apuntan y un agente le pregunta por los integrantes de la familia. Los sacan de la casa y los obligan a esperar en la acera de enfrente, los agentes entran y cierran la puerta, se escucha “un voleo’e fierro ahí en un momentico”. Algún vecino novelero oye al herido llamar a un agente por su apellido, pedirle que no lo mate, que no lo deje matar, y él no lo hace pero el que va detrás suyo sí. Hacen lo mismo con el que está en la habitación del medio, vuelven a salir, alguien dice “no eran dos sino cuatro…”, entran otra vez y acribillan a los dos del último cuarto. Cuando salen de la casa exhiben armas y granadas y municiones, pero los vecinos juran que no es cierto porque “¿uno con un fierro en la mano se va a dejar matar así?”.

Cuando llegan a hacer el levantamiento, a las cinco de la mañana, ya la familia ha sido interrogada, ya sabe de los otros muertos: varios en las casas de arriba, en una dos muy jóvenes, uno de ellos el único blanco, un muchacho del barrio de diecinueve años, qué pesar; otro más abajo después de que un vecino le echara dedo.

Se necesita la fuerza de cinco hombres para sacar a rastras al del primer cuarto. Mientras sacan a los otros algunos agentes hacen chistes, y la gente del barrio se agita cuando maltratan los cadáveres antes de meterlos en la camioneta, un brazo suelto en esa casa, otro en aquella. Los insultan “por indolentes y por hijueputas”, por “matones”.

Cuando se llevan los cuerpos, Patricia y Ramón lavan la casa, mientras un vecino le da aguardiente a don Aníbal para que las piernas dejen de temblarle. Como los vecinos de más arriba y los de más abajo, los hijos sacan colchones, almohadas, sábanas, ropa, objetos varios, y se dan cuenta de que se perdieron cosas: un radiecito Sony, un lapicero. Las mangueras arrastran sangre y tejidos que corren calle abajo por la cuneta.

A las ocho llega el primer medio de comunicación. Nadie da cara ni ofrece testimonio, pero Ramón bravea al periodista de un noticiero local por decir que estaban armados. La familia decide irse y no vuelve a la casa en más de una semana. Los medios rondan durante varios días pero en el barrio siempre los despachan: todavía se ven agentes detallando, preguntando. A la semana los llaman a indagatoria y ninguno dice más de lo necesario.

Cuando regresan, don Aníbal se encuentra en el solar la cédula de uno de los muertos y muchas boletas de casas de empeño. Lo quema todo. Viven aburridos en la casa, “quedó como lisiada”, quieren venderla. Hasta que la venden, en 1991. A mi mamá. Mi primera casa propia de mi mamá.

***

Esta historia ya la conté, aquí mismo, en 2009, en tercera persona porque alguien dijo que podía resultar muy anecdótica en primera, qué bobada. La niña soy yo y la mujer es mi mamá. Ella tenía treinta y yo cinco. Era amiga de Patricia y un día ella la llamó y le ofreció la casa de 120 metros en siete millones, pero mamá dijo que cinco y don Aníbal zanjó en cinco y medio. En la pared del último cuarto pinté una princesa rubia y un castillo y un bosquecito. Dormía en el del medio, siempre con la luz prendida, y si me daba chichí en la madrugada tenía que correr hasta donde mami para que me acompañara.

 

En la versión que mamá contaba “los negritos” eran cinco y estaban en medias y calzoncillos. Nunca se topó un espanto, pero le parecía raro encontrar abiertas las celosías del último cuarto, se levantaba en mitad de la noche a verificar que la puerta del patio estuviera bien cerrada, y una médium que llevó vio barbas de viejo colonizando toda la casa. Escuchaba ruidos, las visitas le decían que escuchaban ruidos. Y se perdían cosas: una cadenita de oro, unos cuadernos.

Dos años después mamá vendió la casa por poco más del doble, y al mes aprendí a dormir con la luz apagada. No supe la historia hasta muchos años después.

Cuando volví, en 2009, los vecinos que quedaban se extendieron en los detalles. Era miércoles 12 de julio de 1989. Los negritos —el blanco quién sabe, ninguno lo confirmó— eran de una banda de sicarios que esa noche había atentado contra un concejal de la UP, Gonzalo Álvarez Henao. El concejal no estaba en su casa en Pedregal, la vigilancia se había reforzado, justo pasaba por ahí una escuadra de la policía. Hubo tiroteo, persecución, otro tiroteo en la tercera casa de la calle 23A —cuartel de los tipos desde hacía un par de meses—, y desenlace en las dos, tres, cuatro casas de la 23 por cuyos tejados trataron de escapar.

Leí lo que dijeron los periódicos. Casi todos citaron la misma anécdota del concejal: “Mis antenitas del Chapulín Colorado me avisaron”. Informaron que los muertos habían sido diez, dos eran policías activos, tres lo habían sido y todos eran de origen chocoano menos el vecino blanco. Una revista nacional dijo que “en un espectacular episodio [la Policía] le madrugó a los sicarios y en una confrontación de características cinematográficas dio de baja a diez de los implicados”. Y el concejal, contra quien habían atentado antes varias veces, le atribuyó su buena suerte a las medallitas de la virgen que le había regalado una colega. También reportaron que esa noche otro policía —retirado— fue encontrado asesinado en su carro no muy lejos de allí, y especularon que la banda podía estar involucrada en los asesinatos de otros líderes de la UP perpetrados ese año en Antioquia. El “Baile Rojo” que había empezado en el 86. El exterminio. Y Pablo Escobar en la fuga. Ese año, en enero, fue la masacre de La Rochela. Luego vendrían el magnicidio de Galán y las bombas en El Espectador, en el avión de Avianca y en el DAS. “El año premiado”.

Cuando volví, en 2009, las casas seguían siendo casi todas iguales, con techos a dos aguas y antejardines. Todavía hacían una misa anual en mitad de cuadra por el descanso de los muertos, y el antejardín de esa primera casa era el mismo peladero. A la hermana de la dueña anterior la habían matado dos casas más abajo, borracha y amanecida, y la casa había pasado a manos de un señor al que le habían matado un hermano por equivocación años atrás. El señor la había convertido en una maquila con galpón al fondo donde unas treinta mujeres confeccionaban vestidos para Americanino. Las mujeres no dijeron nada de espantos, aunque estuvieron ahí durante doce años, según me entero en la que probablemente sea mi última visita.

Esta vez voy con S., un pariente que es la personificación de la bondad y tal vez por eso mismo puede sentir los rezagos que ciertos eventos dejan en el aire, amén de otras cosas que el lector difícilmente creería. Me demoro un rato para reconocer la casa. El antejardín es de cemento y las escaleras inconclusas que había visto la última vez llevan al balcón del segundo piso. Confirmo que es la casa cuando una vecina de entonces sale de la suya en piyama, me saluda con afecto y me presenta a la señora que hace unos cuatro años vive allí, con el esposo, un hijo, la nuera, dos nietos. En el segundo piso, construido hace tres años, vive otra familia. La mitad de las casas del vecindario ya tienen dos, tres, cuatro pisos.

Doña Caridad, la señora, es morena y robusta, el pelo crespo y corto salpicado de canas. Nos deja entrar, nos ofrece jugo, tintico. La división es distinta: la cocina donde antes estaba el patio, el patio medio cubierto donde antes estaba el solar. La señora trabaja en confecciones y limpiando casas al sur de Medellín, y como tiene que atravesar la ciudad la familia ha pensado en irse, pero por lo demás viven amañados ahí y el arriendo es sospechosamente barato —450 mil pesos—. La señora no sabe de los muertos, nunca ha sentido un espanto, pero ahora dice que debe ser por eso que a veces se le pierden cosas: un trapo, un uniforme de diario.

Al salir, S. me dice que los negritos ya no están en la casa pero que en ella vivió una señora a la que cascaban con saña y frecuencia y su miedo quedó impregnado en las paredes. Ya casi alcanzo la edad que tenía mamá cuando compró la casa, vivo sin ella en una casa ajena, sin ruidos raros, y a veces me levanto en mitad de la noche a verificar que la puerta esté bien cerrada. Mis abuelos ya murieron, me quedan poquísimos recuerdos de la infancia, conozco mil historias de masacres. Y ya no creo en fantasmas. Creo que es tiempo de dejar descansar a esos muertos.UC

 
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