Número 76, junio 2016

El padre ajeno
Andrés Neuman, Ilustración: Hernán Franco Higuita

Ilustración: Hernán Franco Higuita

Compartir nuestras visiones puede ser peligroso. Hace unos días supe que el padre del portero había muerto. Recibí la noticia con cierta indiferencia, y después con cierta culpa a causa de mi indiferencia. Suelo pensar en la desaparición del prójimo como un ensayo de la desaparición de mis seres queridos. Y de ahí, casi sin querer, paso a la mía propia. Es lamentable admitirlo, pero tarde o temprano la solidaridad nos desemboca en la autocompasión. En fin, paciencia.

Nunca conocí bien al padre del portero. Me lo cruzaba algunas mañanas al salir a la calle. Se trataba de un hombre madrugador, pulcro. Recuerdo sus arrugas como dibujadas a lápiz, sus ojos de un celeste forastero, el orden de las canas tirantes alrededor de la frente. Siempre me pareció que vestía con seguridad. ¿Y qué demonios es, me pregunto de pronto, vestir con seguridad? No lo sé bien, aunque cada vez que nos cruzábamos tenía la impresión de que su ropa era la más adecuada, de que los colores elegidos tendían a ennoblecerlo. Creo que olía a lana, a lana limpia.

¿Era además simpático el padre del portero? No diría tanto. Más bien era cortés. Cultivaba ese protocolo antiguo, admirablemente mecánico, que hoy solo podríamos reproducir con un enorme esfuerzo de concentración. Me gustaba saludarlo y recibir sus buenos días, su precisa inclinación de cabeza, su melódica despedida. Sabía pronunciar las fórmulas comunes como si se tratasen de una gentil improvisación. Aparte de estos encuentros en ascensores o puertas, no mantuve una sola conversación con él.

Nuestro portero habita con su familia en la última planta del edificio, en un ático que alguna vez formó parte de la azotea. Ahí se apiñan sus calóricos hijos, su movediza esposa y su suegra, quien se diría que hace ya algún tiempo que ha pasado de un siglo. Aunque uno tienda a fijarse en sus vecinos, resulta mucho más trascendente observar a los porteros. Basta con estudiarlos atentamente para poder conjeturar, con bastantes garantías, cómo será la vida de todo el vecindario. El portero de mi edificio, por ejemplo, tiene un carácter risueño. Y mis vecinos, en efecto, se aproximan a la comedia.

No podría decir quién se enteró primero, pero al cabo de unas horas todos estábamos al tanto: la muerte se propaga con más velocidad que cualquier otra noticia. “Ha muerto el padre del portero”, me comunicó la señora del noveno izquierda, mientras dejaba que su perrito pequinés le lamiera los tacones. “Ha muerto el padre del portero”, confirmó susurrante mi vecino de enfrente mientras cerraba la puerta, como si no quisiera hacerse cargo de su revelación. “¿A que no sabe del velatorio de quién vengo?”, me abordó la del séptimo derecha, sosteniendo varias bolsas de una tienda de ropa. A la mañana siguiente pensé en darle mi pésame al portero, pero no di con él en todo el día. Y después, en fin, me fui olvidando.

No había pasado siquiera una semana cuando tuve la visión. Yo estaba en la planta baja. Mi corazón dio un salto de pelota de tenis: sencillamente, él salía del ascensor.

 

Sus ojos celestes me buscaron como queriendo aplacar mi sorpresa. Esperó a que yo entrase en el ascensor para cerrarme la puerta con la mayor suavidad. No pronunció una palabra. Sonreía. Incluso me pareció que sus arrugas eran un poco menos pronunciadas, como si regresar de la muerte lo hubiera rejuvenecido. Mientras subía a casa intentando asimilar aquel encuentro, descubrí una rara paz de espíritu. No podía alejar de mí la imagen de su sonrisa de agua.

Me mantuve el resto del día en estado de flotación. ¿Acaso los viejos corteses morían solo en parte? ¿Podían sus fantasmas adquirir un aspecto carnal para presentarse ante sus vecinos mortales? Yo no estaba dispuesto a comentar mi visión con nadie, ni exponerme a parecer un desequilibrado. Así que guardé silencio.

Mis dudas no tardaron mucho en ser despejadas. La siguiente ocasión que lo tuve enfrente, en un rapto de valentía bastante impropio de mi carácter, me decidí a seguirle los pasos. Olía a lana limpia y esta vez habló: me preguntó a qué piso iba. Yo mentí que iba al último. Quería verlo moverse más, buscar las llaves, reingresar en la que había sido su casa terrenal. Él no pareció extrañarse de mi respuesta y pulsó dos botones. Durante el trayecto se mantuvo ausente, sin deponer del todo su discreta sonrisa. Pasamos de largo mi piso. Seguimos ascendiendo. Una inquietud recorrió fugazmente mi cabeza: ¿y si habíamos vivido engañados, y al infierno se subía?

De golpe el ascensor se detuvo, pero no en el ático. Le dirigí una mirada interrogativa al padre del portero. Él abrió la puerta, se volvió hacia mí, hizo una delicada inclinación con la cabeza y salió del ascensor. Yo sostuve con un pie la puerta y espié cómo el viejo entraba en una de las viviendas. 

Permanecí allí, incrédulo, sin resignarme todavía a reconocer mi equívoco. Lo evidente nos suele parecer inverosímil. Aquel hombre elegante no era el padre del portero, tal como yo venía creyendo desde hacía años. Sino un vecino del penúltimo piso, casi desconocido para mí. Cuando por fin quité el pie, el ascensor siguió subiendo y se detuvo en el ático emitiendo una reverberación que me sonó a burla.

Abochornado, al día siguiente sentí la obligación de confesarle mi equívoco al portero. Lo encontré revisando uno de los interruptores de la luz. Nos saludamos. Tras una breve charla para entrar en confianza, me aventuré sin más rodeos. “¿Sabe una cosa?”, empecé a decir, “le sonará muy raro, pero el otro día, durante unos segundos, puede decirse que vi a su padre”. Tras hacer una pausa de misterio, me disponía a explicarle el asunto cuando el portero detuvo su tarea y me interrumpió con un gesto de su mano derecha. Acercando mucho su cara a la mía, con una mueca iluminada por la emoción, contestó: “No me extraña, señor, no me extraña. A mí también me pasa. Hace un rato, por ejemplo, me lo encontré en el ascensor”. Después hizo una educada inclinación de cabeza, volvió a darme la espalda y continuó girando el destornillador.UC

 
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