Número 76, junio 2016

El balcón abierto
Manel Dalmau. Ilustración: Verónica Velásquez

 
Si muero,
dejad el balcón abierto

Federico García Lorca, 1898-1936

Hace ochenta años asesinaron al poeta andaluz Federico García Lorca por “rojo y maricón”. Sus asesinos se olvidaron de sus maravillosos versos y abandonaron su cuerpo en una fosa común. Lo mataron a balazos cuando la madrugada se rompía con el bofetón de Doña Alba. Fue el 18 de agosto, eran los primeros días de la Guerra Civil Española. Todo el país olía a matadero, a pólvora y a majadería.

Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
Antonio Machado, El crimen fue en Granada, 1936.

Su poesía siempre es brava y preñada de colores, es viva como el nacimiento del azahar, y juvenil como la curiosidad de un gato. Es pasional y enfebrecida como navajas buscando el sabor de la sangre, es triste como el lamento de un otoño, honda como una charca sin reflejos, es viajera y caminante como un titiritero. Es musical como un detalle, aromática como la hierba buena y pálida como la muerte.

Recordar a Federico es susurrar sin artificio desde el dolor y con el aliento de una defunción cercana que sopla suavemente una nuca de marfil.

Lorca invita a dar un paseo a su pueblo natal, Fuente Vaqueros, provincia de Granada. Su plaza es enorme y el calor se desploma como un miura herido con los dientes de las banderillas, los colmillos de los sables y los alaridos de la fiebre sobre la arena. Apenas hay vecinos transitando por sus calles. Hace calor y apetece un chorro de vino fresco. Allí está la casa natal de Federico, templo de recuerdos, donde se respira desde la imaginación y desde el silencio al niño Federico.

Y llegar chorreando ganas a Granada sin apenas enamorarse del oxígeno. Ciudad de gitanería, de señoritos y sobrada de oraciones y ramitos de romero para la buena ventura. Donde uno todavía puede desayunar una loncha de pan tostado, rajado con aceite de oliva, cortejado con más vino tinto, para la tinta de las venas. Allí se movía Federico, en la ciudad donde habitaron los caudillos nazaríes, en esa Alhambra de patio con leones y princesas desoladas. La ciudad que le dio vida y que lo dejó morir.

Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Federico García Lorca, Romance de la luna, luna, 1924.

El mejor estudio literario para descubrir su obra es dejarse llevar por los acordes de sus romances, por el equilibrio arriesgado de sus versos, por el tañido acarrazado de sus tragedias, por el descaro de sus farándulas, por las muecas asombrosas de sus marionetas o por el itinerario delicado a veces, o con muchos retos en otras tandas, de sus composiciones para piano.

Y Salvador Dalí agarra del pescuezo al lector a rastras hasta Cadaqués, al norte que huele casi a frontera con Francia, donde el mar argonáutico se estrella con el monte de pinos negros, olivos con exceso de encantos, y donde Federico se enamora y se convierte en un perro andaluz. El Mediterráneo se transforma en un trago de espuma que choca contra un pueblo blanco, pintado de cal y respirado por pescadores. Lorca danza con el sabor del ron con pepitas de café ardiendo en un puchero, y con la nostalgia del canto afligido de la habanera. Las noches de Cadaqués son tan afiladas que aceleran siempre el trasnocho y los versos.

Niña, deja que levante
tu vestido para verte.
Abre en mis dedos antiguos
la rosa azul de tu vientre.
Federico García Lorca, Preciosa y el aire, 1925.

En la Barcelona lorquiana el lector se pierde en los adentros del barrio gótico, sus callejones renacentistas abren las puertas a las galerías de arte, a las tabernas saturadas de jóvenes talentos de la pintura, la literatura, la escultura o la política, a los tablados de flamenco sin turistas y a las madrugadas de marineros, putas, tarados y truhanes. Son auroras deslenguadas que barren las tripas y los corazones de la Barcelona que fue y que ya hoy dejó de ser.

Muerto se quedó en la calle
con un puñal en el pecho.
No lo conocía nadie.
¡Cómo temblaba el farol!
Madre.
¡Cómo temblaba el farolito de la calle!.
Federico García Lorca, Sorpresa, 1921.

Y en el viaje del alma emerge el amor americano. Federico navegó hasta Nueva York para encontrar reposo y nuevos motivos para avanzar en su obra. Tal vez su largo trayecto al continente americano fue una salida para respirar otros aires artísticos. La asfixia española estrangulaba la delicadeza de un Lorca que ya había destacado entre los miembros de la generación del 27 y que era criticado por ser un joven a contracorriente.

Nueva York le dio al poeta de Fuente Vaqueros más descaro, su frente nunca se marchitaría en una ciudad de rascacielos que rozaba el momento de una profunda crisis económica. Él siempre era un buen compañero de paseos bajo el azabache de la madrugada, de rondas por los domicilios de grandes artistas y de fiestas eternas donde se mezclaba el soneto, el cante jondo y los solos de piano.

Es por el azul sin historia,
azul de una noche sin temor de día,
azul donde el desnudo del viento va quebrando
los camellos sonámbulos de las nubes vacías.
Federico García Lorca, Los negros, 1929.

Ilustración: Verónica Velásquez

La bitácora lleva al lector hasta La Habana, capital de boleros de encaje bailados lentamente sobre la baldosa traviesa. Era una ciudad de carcajadas y de talento sin frenos, y Lorca se dejó marear por el frenesí del Caribe mezclando las estrofas de juglares callejeros del son, con sus lunas de plata, sus navajas con sed de amantes y su reconocimiento como gran poeta de la lengua castellana. Eran los tiempos de sus excitantes conferencias, de sus ardientes arengas en busca del arte para el pueblo. Siempre fue un hijo de señorito andaluz que se mezcló con todas las clases sociales.

Yo quiero que el agua se quede sin cauce,
yo quiero que el viento se quede sin valles.
Quiero que la noche se quede sin ojos
y mi corazón sin flor del oro.
Federico García Lorca, Gacela de la terrible presencia, 1936.

Y Buenos Aires era la capital artística de Suramérica. Lorca invita al lector a perderse por el mareo porteño de una ciudad que hierve, donde en los teatros más importantes se ven representadas las obras del gran poeta y dramaturgo andaluz. Buenos Aires representa la cúspide popular para Lorca. Entre hoteles de lujo y cantinas de paredes con miradas púrpura el poeta vive sus momentos más felices.

Esta luz, este fuego que devora.
Este paisaje gris que me rodea.
Este dolor por una sola idea.
Esta angustia de cielo, mundo y hora.
Federico García Lorca, Llagas de amor, 1936.

Última parada, Madrid. Finaliza este viaje de alma en la ciudad donde Federico se formó en la Residencia de Estudiantes y donde aireó su desparpajo y su verso por primera vez. Madrid huele a Lope de Vega, a Cervantes, a cafés invadidos de tertulias, a churros, a rastro, a Quevedo, a Rosendo Mercado y a Lorca. Detenerse en Madrid es no olvidarse de otros lugares donde el autor del romance sonámbulo pasó tiempos de paso y letras. Montevideo, o todas las ciudades y pueblos españoles donde navegó con la compañía La Barraca en busca de una Ítaca particular. Adoraba los clásicos del siglo de oro, se vistió de obrero para declamar con sus estudiantes, y se convirtió en un peligro para las mentes obtusas.
El lector termina su viaje en Madrid, sonajero de arte y frases castizas.

Adán sueña en la fiebre de la arcilla
un niño que se acerca galopando
por el doble latir de su mejilla.
Federico García Lorca, Adán, 1922.

Y La Barraca recoge su cosecha itinerante a pie de escenario. Por todo el mundo se recita el llanto del poeta asesinado, sus versos trashumantes se visten de joven estudiante de teatro, de novia o de vendedor ambulante. En Buenos Aires, Medellín o Toulouse se beben las callejuelas lorquianas con tragos lentos. Es el respeto por una obra, la eternidad de un legado, es creer para seguir creando. Ab aeterno.

Gracias Federico.UC

 
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