Número 76, junio 2016

EDITORIAL
Incertidumbre y esperanza
 

En los últimos catorce años se han desmovilizado en Colombia 57.923 hombres y mujeres pertenecientes a grupos armados ilegales. Un número similar al total de los efectivos del ejército chileno. La mayoría (35.314) fueron combatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que negociaron con el gobierno de Álvaro Uribe y se desmovilizaron entre 2003 y 2005. De ellos apenas 3.666 fueron postulados para enfrentarse a la justicia transicional aprobada en 2005 con la Ley de Justicia y Paz. Luego de diez años de aplicación esa justicia especial ha dejado 33 condenas contra 125 líderes paramilitares. Es lo que algunos llaman una lucha denodada contra la impunidad. Las Farc son el segundo grupo con más desmovilizados (15.868), movilizaciones todas a título individual, un desgrane que marca los ciclos de una guerra que cumplió 52 años. La gran mayoría de ellos, más del 95%, no ha recibido condenas por parte del Estado y entró a un proceso de reintegración. La cárcel ha sido una extraña excepción, y es lógico si pensamos que son combatientes salidos de la guerra por su cuenta, bien sea por decisiones personales o por el acuerdo entre el gobierno y el grupo armado ilegal al que pertenecían. Ni siquiera el 0.5% de los desmovilizados en los últimos catorce años ha pagado pena de prisión por una condena de nuestra justicia. De algún modo cambiaron una posible condena por su fusil y su promesa de hacer una vida que respete la constitución, las leyes y los derechos ajenos. Se trata de modificar las reglas de la justicia penal para integrar a los vencidos total o parcialmente. Una vieja costumbre nacional. Una costumbre acogida más por obligación que por gusto. El Estado sabe que la falta de capacidad se puede suplir con algo de “generosidad”. Durante el siglo XIX se firmaron diecisiete amnistías generales y durante el siglo XX fueron apenas nueve. Los indultos suman 63.

Sorprende pensar que el número de desmovilizados de las Farc en los últimos catorce años es casi igual al número de guerrilleros y milicianos que se calcula tienen actualmente. Lo que demuestra que el círculo de nuestra guerra es inútil, inmoral e imposible de zanjar por medio de balas y bombas. Las Farc son algo así como un carrusel que machaca campesinos jóvenes con unos años de guerra: la mayoría de los muchachos entran, aprenden a disparar, guerrean, matan y son abatidos, capturados o simplemente se aburren y se fugan. Detrás vienen otros que los reemplazan para cumplir el mismo ciclo. El acuerdo firmado recientemente en La Habana puede garantizar el fin de ese círculo vicioso en el que el gobierno y los ciudadanos en las ciudades celebran las bajas de los guerrilleros, mientras los padres campesinos tiritan esperando nuevos reclutamientos y nuevas tragedias en medio de una guerra con “triunfos” siempre parciales y muchas veces, pírricos. Un acuerdo que vincule a los jefes de las Farc y que acabe con esa franquicia de guerra garantiza el fin del reclutamiento del más viejo, resistente y disciplinado ejército ilegal del continente.

Las grandes dudas, sin embargo, se centran en qué pasará con los combatientes desmovilizados: ¿seguirán en el negocio de la coca y la minería ilegal? ¿Harán política con su viejo poder de intimidación? ¿Cambiarán de brazalete para terminar en las filas del ELN? Vale la pena mirar los antecedentes de conducta de los desmovilizados en procesos anteriores. Según informes de la Agencia Colombiana de Reintegración un 76% de quienes ingresan a los procesos cumplen sus obligaciones y vuelven a la civil. El 24% visitan de nuevo el código penal o caminan por una cornisa que los pone muy cerca de la ilegalidad. Las cifras precisas muestran que de los 49.022 que ingresaron a los programas de reinserción, 7.070 perdieron sus beneficios por volver a las andadas.

La seguridad no es un tema menor pues 2.762 desmovilizados han sido asesinados y Antioquia tiene los peores números con 870 homicidios de quienes intentaron salir de la guerra. No pocos han vuelto al trabajo en medio del rebusque (17.142) o del puesto con jefes de personal y entrevista (9.745). La experiencia en los procesos con quienes casi deben aprender a caminar sin su fusil ha convertido a Colombia en un país experto en aconductar guerreros, y a Antioquia en el departamento con más “alumnos” atendidos (11.866). 

 

UC

Habrá entonces éxitos y fracasos individuales, habrá sin duda combatientes que preferirán la guerra e irán al ELN e incluso a las filas de las Bacrim, quienes en algunas regiones han sido sus socios esporádicos. Pero las Farc han demostrado ser un ejército bien filado, y para muchos guerrilleros es a la vez la única familia y el único sustento conocido. Eso será una fortaleza a la hora de intentar mantener en el camino de las promesas de legalidad a los guerrillos más díscolos. No se puede olvidar que el 47% de los miembros de las Farc dice haber llegado a los campamentos siendo menores de edad.

Los grandes retos no están reflejados en la letra de los acuerdos sino en las particularidades de cada región donde las Farc han tenido presencia histórica. Las 23 zonas veredales y los sitios de los 8 campamentos nos dan una idea de esos recovecos desconocidos para la mayoría de los colombianos. En los sitios elegidos para dejar las armas están 4 de los 10 municipios más cocaleros de Colombia (Tumaco, Puerto Asís, San José del Guaviare y Tibú), donde siembra cerca del 26% de la coca. La pobreza multidimensional que mide el Dane está por encima del 70% en todos los municipios señalados para el fin del conflicto. Algunos como Arauquita, Vigía del Fuerte, Tierralta, Tumaco y Corinto tienen índices de pobreza por encima del 95%. En la mayoría solo conocen al Estado con su camuflado y, si acaso, con el chaleco de quienes hacen los censos.

La logística del fin del conflicto durará seis meses. Sin duda traerá retos y problemas, pero el gran desafío es que el Estado logre cumplir sus obligaciones olvidadas durante décadas. Lo dijo el jefe negociador Humberto de la Calle, “el gobierno debe moverse a un ritmo distinto al habitual”. Las respuestas de ciudadanos de Tierralta, municipio que acogió la mayor desmovilización de paramilitares, retrata la desconfianza no solo sobre los ilegales sino sobre las instituciones: “…mire, nosotros ya vivimos una experiencia con el proceso de desmovilización paramilitar y ¿qué beneficios recibimos? ¡Nada! Ralito hoy es un pueblo fantasma, mucha gente sigue creyendo que aquí todo el mundo es paramilitar y los mismos desmovilizados se volvieron a adueñar de nuestro municipio. La verdad es que ellos siguieron mandando y siguen mandando”. Muy parecido hablan las autoridades de Corinto recordando la desmovilización del M-19 en los noventa.

Incertidumbre y esperanza son los sentimientos ineludibles al terminar cualquier proceso de paz, eso lo sabe hasta el expresidente Uribe que concluyó una negociación hace diez años y ahora se declara enemigo de la que se culmina sin su concurso. Sus palabras de octubre de 2003 podrían estar hoy en el discurso de Juan Manuel Santos: “…debe entenderse que en un contexto de 30 mil terroristas, la paz definitiva es la mejor justicia para una nación en la cual varias generaciones no han conocido un día sin actos de terror”. UC

 
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