Número 100, septiembre 2018

Anfitriona de un secuestro
Pascual Gaviria. Fotografías: Andrea Aldana

Fotografías: Andrea Aldana

A doña Cecilia y a Verónica, que lo sufrieron desde el balcón.

Todo comenzó con Croacia y su hazaña en el mundial de 1998. Un debutante recibía la medalla de bronce y su delantero estrella, Davor Suker, resultaba goleador del mundial en Francia luego de marcar seis goles. Algo hizo que le apuntara a esas dos sorpresas y fue suficiente para ganarme la polla mundialista y su jugoso premio. Cuatro días después del triunfo croata sobre Holanda en el partido por el tercer puesto, viajaba de Medellín a Cartagena con el botín repartido en varios bolsillos del equipaje. Éramos cuatro en un Trooper rojo, disfrutando de la neblina del Alto de Ventanas en chanclas y pantaloneta. Fuimos los segundos en llegar al retén de las Farc. Tres guerrilleros adustos nos pusieron la mano con sus fusiles al hombro. Era suficiente para detener el tránsito de la troncal en los dos sentidos. Luego de unos minutos la curiosidad me hizo caminar hasta la guardia de los tres guerrilleros. Pregunté una obviedad y fui despachado con una mirada de desprecio y un monosílabo. Regresé al carro con la cola de reportero primíparo entre las patas. El ambiente era más el de un derrumbe que el de una toma guerrillera. Eran las primeras “pescas milagrosas” y la gente compartía el fiambre al pie de la carretera con algo parecido a la ansiedad. Faltaban menos de seis meses para el desplante de Marulanda a Pastrana en el Caguán.

Nunca nos dimos cuenta de que ese letargo en la carretera hacía parte de un torpe proceso de selección entre los cientos de viajeros detenidos. Nos pidieron las cédulas a los hombres y siguieron con ese silencio duro que era también una forma de insulto. Su único discurso llegó en un papel que nos entregaron con una imagen del Che Guevara y la eterna frase de Bertold Bretch que no vale la pena repetir. Así nos enteramos de que estábamos acompañados por los frentes 18 y 36 de las Farc. Cuando llevábamos más de cuatro horas en ese atranque comenzó una incertidumbre un poco más espesa: un helicóptero del ejército sobrevolaba la zona y los guerrilleros pasaron de la modorra al agite. Corrían por la carretera, bajaban por la montaña hacia el cañón del río, hablaban por los radios. Era claro que había llegado el momento del desenlace. Uno de los guerrilleros se acercó a nuestro carro y sin tono dramático me dio una orden sencilla: “Usted, baje por ahí”, y señaló una trocha en el barranco junto a la carretera. Miré a mis compañeros de viaje como pidiendo una explicación y obedecí en silencio. Tres buses quemados le pusieron humo y sazón al fin de la pesca. Luego me enteré de que mi cédula de Envigado y mi primer apellido fueron suficientes para que supusieran que habían encontrado a un familiar de Pablo Escobar Gaviria. La inteligencia no era el fuerte de las escuadras guerrilleras.

Ese 1998 terminaría con una cifra récord de secuestros en la historia del país. Una nota del diario El Tiempo a comienzos del 99 habla de 2216 secuestros, un aumento del treinta por ciento con respecto a 1997. Antioquia era el departamento más afectado, y las Farc y el ELN eran los autores de cerca del 65 por ciento de los plagios.

La primera noche dormimos en un trapiche luego de caminar unas cuatro horas por el monte. Se tendía un plástico sobre el bagazo y estaba lista la cama. Las pequeñas cucarachas entre el desecho de la caña se combatían con un poco de papel higiénico en los oídos para evitar posibles incursiones. Los doce secuestrados esa tarde fuimos divididos en grupos de cuatro para la primera marcha, ocho fueron liberados al día siguiente y quedamos dos parejas, cada una con su cuadrilla, caminando la zona.

Al segundo día mi escuadra estaba definida y las chanclas habían sido reemplazadas por unas estrechas botas pantaneras. Ya me habían entregado mi traje de campaña, una camisa a cuadros con una dudosa marca italiana: Viorichi. Mi compañero de encierro al aire libre era un ecuatoriano perdido en el mapa. Rodrigo Alarcón Enderica trabajaba vendiendo carros en New Jersey y se le había ocurrido la gran idea de llevar una camioneta hasta Ecuador para venderla y ponerse un sueldo extra. De bajada por Centroamérica se encontró con el Tapón del Darién y tuvo que embarcar su camioneta en Panamá hasta Cartagena. Retomó su camino rumbo al sur y llegó de primero al retén con unas flamantes placas americanas en su reluciente camioneta azul cielo. Se bajó del carro con sus botas texanas preguntando a qué hora daban vía de nuevo. Las Farc no estaban en su diccionario donde solo había Ford, BMW, Toyota y Audi. Los guerrilleros estaban seguros de haberse enguacado con un narco extravagante y risueño. Las primeras noches me entretuve intentando darle algún contexto a su caminada entre los municipios de Angostura, Campamento y Anorí. Mientras Rodrigo exhibía sus gracias e intentaba diálogos con nuestros carceleros, yo me escondía receloso. Obedecía, conversaba lo menos posible, respondía con calculadas ambigüedades las preguntas sobre mi familia; y leía El espejo del mar, un libro de Joseph Conrad que fue la única encomienda que llegó desde mi casa. Por recomendaciones de País Libre no me enviaron ni cartas ni radio ni una bibliografía un poco más amplia. Recuerdo que el día que recibí el libro con un mensaje escueto en la primera página, “Favor entregar a Pascual”, extrañé la frialdad de esa nota carcelaria. No sabía de las recomendaciones de los “expertos” en lidiar secuestros y me quedé pensando que mis familiares habían ahorrado demasiado en muestras de cariño y apoyo. Me demoraba recorriendo esas cuatro palabras, adivinando quién las había escrito. Eran insuficientes pero en algo me consolaban.

La cuadrilla que nos movía de trapiche en trapiche estaba conformada por seis guerrilleros entre los que se contaban tres adolescentes. Las Farc y sus costumbres de selva y monte eran todavía una noticia recurrente. Lo primero que me sorprendió fue ver a una mujer, alias Yuri, al frente de nuestra pequeña compañía. Su cara de palo era suficiente advertencia para centinelas y prisioneros. Daba las órdenes con monosílabos y movimientos de cabeza. Los hombres se encargaban de ranchar mientras ella se ocupaba de atender un radioteléfono mudo durante todo el día. El segundo a bordo era un pillo de esquina de Medellín que había ido a esconderse de la muerte en las filas guerrilleras. Tenía todavía el hueco de una bala en el tobillo y pasaba los ríos sobre los hombros de sus compañeros. Un changón menor, mimado de sus días de matón en la ciudad, era su arma; además de una mirada de odio que me infundía más rabia que temor. Fue el único que me maltrató en la estadía y todavía recuerdo que en esos días largos en los trapiches pensé muchas veces que sería capaz de matarlo. Esa mujer campesina y silenciosa, y ese matón hecho “revolucionario”, constituían el mando de la cuadrilla. Los hombres rasos también tenían sus particularidades. Uno de ellos manejaba una cartilla de lectura elemental en sus ratos libres. Era conmovedor verlo pelear contra las consonantes todas las tardes. Una vez lo espié durante media hora mientras mantenía su radio de pilas pegado a la oreja. Me atreví a preguntarle qué decían las noticias y me respondió con un sonoro: “¿Hmmm?”. Entonces le pedí que me prestara el radio. Me lo entregó sin decir nada y nunca más se lo devolví.

Pero vamos a los niños en armas: Sisi, Marino y Deyson. Su figura infantil hacía que mi compañero de cautiverio, entre insolente y desubicado, llamara a la comandante de escuadra Mamá Yuri. La guerrillera salía caminando con sus subalternos detrás y mi compañero soltaba el comentario: “Ahí va Mamá Yuri con sus pollitos”. Creí que no duraría una semana vivo. Pero no, era el único que lograba sacarle una sonrisa a la superiora. Marino era tan silencioso como su jefa. Moreno, inteligente, observador como ninguno en su grupo. Era mi vigilante más cercano y eso que me dirigió dos palabras durante mi estadía: “Jaque mate”. Fue mi compañero en el ajedrez de cartón que hicimos la primera semana. Siempre me pareció perfecto para ser boga en un río del Chocó. Sisi era el niño de la tropa. No superaba el metro y medio y sus cancharinas, tortas de maíz y panela, eran las mejores. Marchaba con mis botas en las tardes de descanso para hacer de Pulgarcito frente al grupo. La risa era su bandera. Deyson era el cantante. Mono y alaracoso, parecía tener más vocación para las juergas de pueblo que para los sacrificios revolucionarios. Era la voz en las mañanas que comenzaban a las cinco a. m. Ni en los silencios de la marcha en estricta fila india logré verles la cara de guerreros, pero estaba claro que si tocaba serían mis verdugos. Y era humillante tenerlos detrás, vigilantes, cuando tocaba ir a la “chonta”, el hueco en la tierra para las urgencias sanitarias.

Fotografías: Andrea Aldana

Han pasado veinte años y Croacia volvió a cumplir una hazaña mundialista, esta vez de la mano de Luka Modric y con Davor Suker como directivo de corbata en los palcos. Este año no me acompañaron los resultados en las apuestas futbolísticas, pero igual me embarqué en un nuevo viaje una vez finalizado el mundial. El fin del conflicto con las Farc alimentó la curiosidad respecto al destino de mis captores, a la suerte de esos niños enfusilados, esos hombres amenazantes y esa mujer con mando y sin gestos. Dos o tres consultas con gente cercana a las Farc ubicaron a Yuri en uno de los Espacios Territoriales de Capacitación y Reintegración, el nombre burocrático de los caseríos a medio hacer y a medio abandonar en los que aún vive una parte de los excombatientes de las Farc. El sitio señalado queda en el municipio de Riosucio, a unos quince kilómetros del disputado corregimiento de Belén de Bajirá. Mi contacto con los excombatientes ha dicho que Yuri sabe de la posibilidad de la visita y que mi acompañante y yo somos bienvenidos.

Hace exactamente veinte años estaba en una caminata forzada en el norte de Antioquia y ahora estoy en el aeropuerto Antonio Roldán Betancur de Carepa, a la espera del contacto que nos llevará hasta donde la antigua comandante. La guerra sigue presente con otras caras y otros nombres. A la salida del terminal nos recibe un cartel con la foto de veinticuatro miembros del Clan del Golfo, veintiuno de ellos están tachados con una equis que significa su muerte o captura, las tres bajas más recientes tienen una equis negra recién trazada con marcador: “Por un país más seguro y en paz, campaña ofensiva total contra el crimen organizado”, dice el aviso que además ofrece recompensas. Soldados gringos de civil, inconfundibles, con la pistola bajo la pretina, se debaten entre los bocadillos y el arequipe en uno de los locales del aeropuerto.

En Belén de Bajirá hay dos corresponsales bancarios. Uno está cerrado por ser hora de almuerzo y el otro no tiene efectivo. Apenas comienza el viaje y ya estamos cortos de plata. Nuestro guía suelta una sentencia inapelable: “Así es esta gente de la ciudad, siempre dicen que no tienen efectivo y toca invitarlos a todo”. Me remata con una carcajada. Esperamos hasta después de almuerzo y logro un poco de efectivo para comprar las botas pantaneras que tal vez necesitemos en la zona.

Luego de cerca de dos horas de viaje estamos llegando a la zona que los excombatientes han bautizado Silver Vidal Mora, en honor a un compañero caído en combate. La vía llega hasta unos trescientos metros antes de las primeras construcciones. Un arrume de cajas de cerveza es lo primero que vemos en el improvisado parqueadero de los carros de los esquemas de seguridad. Nos reciben los policías que prestan seguridad, son la primera cara del posconflicto. Saludan entre risas, los que están de descanso parecen más turistas que nosotros, revisan sus teléfonos en chanclas y pantaloneta. Nuestro guía pregunta por Yuri y le señalan un extremo del caserío, una colección de unas treinta edificaciones en madera, tejas de Eternit y paredes de algo un poco más grueso que el cartón. Luego de diez minutos de espera y aclimatación alguien dice que Yuri está en la tienda, a la entrada del caserío, cerca del campamento de la policía. Todavía hay algo de incertidumbre sobre la identidad de la mujer: fueron catorce mil desmovilizados, es posible que vayamos tras una pista falsa.

Vamos llegando a la tienda y nuestro guía saluda con un grito: “¿Cómo está pues Yuri-Sara, cómo va todo?”. Veo a la mujer desde unos quince metros y todavía no tengo ninguna certeza. Ella responde con un hilo de voz: “¿Qué más Negro, usté qué?”. El hombre no se pone con rodeos: “Vea, por aquí le traje a uno que estuvo con usted por allá en el monte hace como veinte años”. Yuri se inclina un poco hacia atrás, como quien se retira un poco para enfocar. Su mirada es de sorpresa, tal vez un poco de incomodidad: “¿Nosotros sí nos habíamos visto?”, me dice. Ya he reconocido su cara tras esos veinte años de guerra y monte. Un gesto ha dejado ver a la mujer que recordaba, es extraño, un poco como mirar un objeto que de pronto da un reflejo y nos encandila y de pronto se apaga. Así aparece y desaparece la mujer que conocí con un fusil al hombro. Le digo que hace exactamente veinte años estuve secuestrado un mes por una cuadrilla que ella dirigía. Me mira haciendo esfuerzos por recordar. Tengo un comodín para ayudarle a su memoria. Le recuerdo al ecuatoriano y sus chistes, el apodo de Mamá Yuri y otras excentricidades. Yuri muestra una sonrisa entre pícara y avergonzada y confirma: “Ah sí, claro, eso fue por allá por Yarumal”. Nadie le avisó de la posible visita, parece que se trató de una pequeña emboscada por parte de nuestro contacto. Para el primer encuentro la señora no era soldada avisada. Que Yuri no me recuerde confirma que hice bien mi trabajo de cautivo agazapado, con el más bajo perfil posible.

Luego de unos minutos la tendera parece animada con la visita. Unas cervezas ayudan a ambientar la charla de cinco comensales. Cuando destapo una de las cervezas con un cuchillo me dice con un asombro risueño: “Esa sí no me la sabía”. Recuerdo que durante el secuestro había descrestado a todo el grupo con el mismo truco hecho con una candela en una tienda de vereda. Bueno, una mechera, digamos, porque en ese ambiente candela era otra cosa.

Fotografías: Andrea Aldana

Yuri está a cargo de la tienda comunal hace menos de dos meses. Nos sentamos afuera, donde hay una banca y una mesa con dos sillas Rimax. No es un puesto muy apetecido porque hay que atender de siete de la mañana hasta el mediodía y de dos de la tarde a siete de la noche. Aceptó con resignación y obediencia, dos de los rasgos que mostrará en los dos días de conversaciones interrumpidas que tendremos en el caserío. No es fácil ver en la tendera que le despacha a un policía pan, salchichas, un De Todito y una Manzana a la guerrillera que estuvo seis meses en la escuela política en tiempos del Caguán y un año en la comisión de género en La Habana. Sigue siendo parca en sus respuestas, cortante, directa. Le pregunto por las cosas que extraña de la vida guerrillera y su respuesta de una palabra me hace sentir torpe: “Todo”. Más de la mitad de los combatientes se fueron a buscar vida cerca de sus familiares, a intentar aventuras colectivas en otras tierras, a ensayar una azarosa libertad fuera de la escuadra. Han llegado familiares de los que persisten en esa colección de casas acompañadas de baños comunes, una tienda, dos billares, una cancha de fútbol, un teatro, un sitio de internet y algunas aulas. Le pregunto con quién vive en el caserío y otra vez me golpea con su respuesta: “Con todos”. Ahí está otro de sus rasgos, una soledad bien llevada, una vida hecha con sus “camaradas” como familia, una esperanza individual puesta al servicio de una organización armada. El resultado es una mujer rodeada de dos perros, dos gatos, una lora, dos pericos, un corral de gallinas y una jaula de perdices. Yuri le hacía mandados a la guerrilla desde que tenía once años. A los quince ya pertenecía a las Farc aunque no estaba “interna” y a los dieciocho se fue con la guerrilla. Fue fundadora del frente 36 en 1987 e instructora por muchos años de los recién llegados. No es gratis eso de Mamá Yuri: “Siempre fui la que estuve en las escuelas, recibía a los nuevos, enseñaba los primeros pasos, el reglamento, los primeros giros en el patio, cómo avanzaban, cómo disparaban. La gente que viene aquí me dice, usted parece que hubiera sido profesora, sí, yo fui profesora de las Farc”. La profesora terminó su bachillerato en mayo pasado y tiene la foto con toga y birrete enmarcada en su casa. Me la muestra orgullosa en su celular mientras dice que lo único que le dolió de regresar de La Habana fue dejar a su profesora, “ella era muy noble y lo explicaba todo muy bien”.

La primera conversación termina con el llamado a una asamblea extraordinaria en el teatro del caserío. Tres de los miembros de la dirección se van de la zona a buscar un nuevo proyecto río arriba y habrá elección y rendición de cuentas. Yuri camina para la reunión con un paraguas largo que no desampara ante las lluvias intempestivas del Chocó. De algún modo es el reemplazo del fúsil que me ha dicho todavía extraña: “Sí, claro, eso no lo olvida uno porque eso toda la vida uno portó un arma”. La reunión comienza con las palabras del Pana, un exsoldado de la guardia panameña que estuvo pedido en extradición por Estados Unidos. Cuando un compañero lo acosa para que concrete su discurso el hombre le riposta con su vozarrón: “Tranquilo que primero te lo meten y después te hacen el hijo”. La elección resulta sencilla y el único postulado para la dirección recibe aprobación casi unánime. La camisa de la selección Brasil adornada con el número 10 parece pergamino suficiente para ser el líder de una comunidad de cerca de 160 hombres, mujeres y niños. En la noche lo veré hablando como un adolescente de la final perdida con el equipo de la zona hace una semana en Riosucio. Se perdieron 450 mil pesos y un juego nuevo de uniformes que era el premio para el campeón.

Un tanque de tilapias fue el principal motivo de discordias en la reunión. Uno de quienes se irá lo armó hace unos meses con cuatro millones de pesos prestados por la comunidad y ahora quiere dejarlo como pago de su deuda. Las discusiones se parecen mucho a las de las familias recién llegadas a vivir a edificios con apartamentos de interés social en las ciudades: fiaos en la tienda, problemas por el ruido, reclamos por el uso de espacios o proyectos comunes. Asuntos más del Código de Policía que del Estatuto Antiterrorista.

Yuri es la encargada de los temas de educación. Entrega su informe de pie acompañada de su paraguas y su pequeña tula con la imagen de Frida Kahlo. Está gestionando los talleres de manicure y costura para las mujeres, una profesora para el kínder y el cambio de las sillas que llegaron grandes para el salón de los niños. Ese problema de talla parece una metáfora del proceso: el Estado no logra encontrar las medidas de los excombatientes, las intenciones siempre quedan muy holgadas o muy estrechas. Yuri deja para el final los problemas relacionados con la tienda: “Hay diez millones en la tienda. Yo no tengo problema en fiarle a nadie pero paguen camaradas. Saben que el 16 llega la plata y no aparecen los abonos a las deudas. Este es un trabajo durito, siempre van a haber críticas, pero ahí están las cuentas claras”.

El primer día termina con Yuri como anfitriona, trae las sábanas para nuestras camas y ayuda a acomodar los toldillos. Dormimos en una pieza detrás de su casa y alcanzamos oír los gritos a sus perros y gatos por un conato de gresca. La mujer de la guerra puede intuirse con el mando sobre sus animales. En la casa del lado un joven excombatiente oye vallenatos a todo volumen en la única compañía de una botella de ron. Yuri dice que “ha estado necio como dos días”. Los desmovilizados más jóvenes están felices estrenando libertad, una moto puede ser suficiente para la promesa de las correrías aplazadas; los que ya pasaron los cincuenta piensan más en la necesidad de un proyecto colectivo, en las esperanzas del proceso. Le pregunto que si no extraña la autoridad que tenía para imponer orden y vuelve a la resignación: “Eso ya le toca a la policía, yo no puedo hacer nada”.

La casa de Yuri tiene una palma y una planta de girasol de dos metros en la entrada. Es una casa frondosa, rodeada de arbustos y flores. Luego de año y medio ha dejado de parecer un albergue provisional: “Yo soy buena para el jardín, incluso en el monte, en medio de las marchas, yo sembraba papa, yuca, flores, luego pasábamos y ahí estaban las siembras. Mi sueño es tener un vivero”. Una tela camuflada cubriendo parte del jardín no permite olvidar quién habita esa casa florecida.

Fotografías: Andrea Aldana

En la noche, cubierto por el toldillo, saco el libro de Conrad para recordar las páginas de lectura durante el secuestro. El libro tiene la humedad que le dejó esa travesía y los restos de algunos zancudos entre sus páginas. No puedo evitar leer un capítulo titulado “En cautividad”: “Un barco en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión…”.

El caserío se despierta con el canto de decenas de gallos. El campamento es también un galpón gigante. Desde las cinco de la mañana se siente el agite y me despierto con una conversación que retrata el cambio de vida de los combatientes. Una pareja joven se alista a salir en su moto. La mujer comienza el reclamo: “Y cómo en la guerrilla yo no le lavaba la ropa, y desde que dejamos el fusil que a lavar”. “Es que allá había el género, por el género…”, le responde el hombre con una sonrisa y ella le replica: “Y ahora es que tiene que aplicarse más, hablan de género y…”. La discusión se cierra con una especie de conveniente renuncia: “Yo ya me olvidé de la política…”. Sin duda es tiempo de nuevos combates.

En la mañana hay menos clientes en la tienda y aprovecho para visitar a Yuri. Está lavando un congelador y terminamos peleando con las puertas corredizas de esa caja mientras conversamos. Me cuenta que la ciudad la aburre y no aguanta más de dos días en las visitas citadinas. Estuvo dos años en Medellín estudiando la primaria: “Viví de arrimada donde unas tías y eso es lo peor que hay. Cuando volví al campo a fin de año le dije muy claro a mi mamá, yo por allá no vuelvo”. Cargando el congelador decido buscar noticias de la escuadra que conocí. No recuerda a Deyson, tal vez murió muy pronto o buscó las fiestas que parecían gustarle. Me dice que Marino y Marulo están muertos. El primero murió hace cerca de cinco años: “Eso fue por los lados de Ituango. Murieron dos mandos, él era mando en esa misión. Parece que estaban muy concentrados en el frente y les llegaron por detrás”. Lo cuenta con absoluta tranquilidad, con ese tono de “era inevitable” que anima todas sus conversaciones sobre el conflicto: “Esto es así”, dice, y se corrige de inmediato, “esto era así…”

Sobre Marulo me confirma que fue reclutado en un barrio en Medellín. Parece que es una historia oscura que no quiere comentar. Solo me dice que lo mataron hace mucho. Cuando le menciono a Sisi llega su alegría. “¿Sisi? Ese es Fichita, de vez en cuando hablo con él, me escribe al wasap. Es muy pícaro y pegaba horrible, era muy bueno con el arma”. Durante cinco minutos busca la foto de su contacto para mostrármelo. “Mírelo, todavía es chiquito”, y suelta una carcajada como burla inocente a la estatura de Fichita. Es necesario pensar de nuevo en Mamá Yuri. La misma que entregó su único hijo a sus hermanas luego de veinte días de nacido para volver a la guerrilla, habla de su compañero y subalterno como de un hijo. No hay duda de que su prole se formó en la guerra, lejos de los vínculos con su familia biológica a la que ahora parece imposible reintegrarse. Los lazos de su verdadera familia se debilitan con la desmovilización, y los de su familia biológica parece que ya no existen.

Conversamos rodeados de Polita y Juancho, sus dos perros recogidos, de Brenda, la gata, y de Chela, la lora que vuela desde una lámpara cercana a la tienda hasta su hombro. Boris, su otro gato, y los pericos se quedaron cuidando la casa. “Esta lora era del finado Becerro. Cuando se murió sus animales se quedaron con la mujer que vivía, un 24 de diciembre le di un pedazo de galleta a Chela y nunca más volvió a su casa”. Becerro, miembro del estado mayor de las Farc, murió en 2015 en un bombardeo en el Chocó, en la frontera con Panamá. Y dejó la lora con un parlamento bien aprendido: “Lorita real visto de verde y soy de las Farc”.

Llevamos un día conversando y tengo dificultades para tratarla por sus alias. Me cuesta decirle Yuri o Sara y no conozco su nombre de cédula y prontuario, hay todavía una barrera que no permite una familiaridad. Viajé con la idea de no olvidar el sufrimiento de mi familia y mi novia durante un mes, las alucinaciones de mi mamá que se levantaba a media noche diciendo que yo venía en camino. Ese dolor que me han contado decenas de veces es más presente que mis días difíciles durante el cautiverio, y es clave para no trivializar esos treinta días de angustias. Parece que Yuri también tiene un problema con mi nombre, un pequeño bloqueo que le impide recordarlo. Luego de un día largo de charlas me lo ha preguntado al menos tres veces y aún no logra grabárselo.

Cuando hablamos de política aparece una mujer aterrizada y enérgica. Al fin habla con una voz fuerte alejada de la resignación. Demuestra que la tendera no ha olvidado a la guerrillera. En últimas tiene capacidad de mimetizarse, de encarnar varias mujeres: nos ha contado de sus transformaciones para pasar retenes del ejército en los Llanos del Cuivá, nos ha contado del daño de su R-15 cuando le disparaba a una avioneta, ha señalado con algo de orgullo que no todo el mundo le “metía la nariz a la troncal” al recordar la pesca del 15 de julio de 1998. Puede camuflarse, ser una tendera resignada y cumplidora, una jardinera esmerada, una devota de sus animales y al mismo tiempo una mujer que vivió con la muerte como compañera y habla sin agüeros: “Claro que tenía órdenes de captura, yo estaba quemada”. Por eso me muestra una foto de sus tiempos de guerrillera, de camuflado y fusil, con la misma satisfacción con que me había mostrado la del día de su grado.

Además, no ahorra críticas para algunas decisiones de las Farc durante el proceso. Le parece que era muy pronto para las aventuras electorales: “En realidad en esta elección que pasó no debíamos de haber participado porque era una cosa como muy nueva, todo a su tiempo yo creo… Debimos haber hecho coaliciones con otros partidos pero no nosotros directamente, pero bueno, estábamos en una desventaja muy grande, antes hicimos mucho”. Su resignación vuelve a aparecer. Pero el punto más alto de su charla, donde aparecen por primera vez algunas groserías y un ánimo combativo, llega con su crítica a la escogencia de algunas zonas de concentración en cañadas, montes y orillas de ríos en la cola del mundo: “Yo soy de la posición que decía el Mono Jojoy: en el monte se van a quedar las cabras y los micos, vamos pa afuera papá. Por eso yo le digo a la gente de aquí, si nos vamos a mover nos tenemos que mover más pa afuera. ¿Entonces en qué estamos? Hay que ir a la cabeceras municipales, pa eso dejamos las armas, pa quedarme en el monte yo no hubiera dejado mi arma. Es que ese fue el error estratégico de nosotros, muchos pensaron en cuidar la retaguardia, pensaron que este era un proceso como el Caguán y que volvían pal monte. Ah, que hay que cuidar la retaguardia. ¿Cuál retaguardia güevón? La retaguardia es que podás salir, si nos van a matar pues nos van a matar”. Yuri está convencida de la decisión que se tomó. Sigue siendo una militante convencida. Lo será siempre, es su única opción.

En la conversación final, ya con el morral empacado y las botas sin usar en su casa como regalo, le muestro el libro de Conrad. Lo mira con genuino interés, pasa las hojas mientras le cuento quién es el autor. Para igualar mi reliquia me enseña su radio de los tiempos de guerra. Cuenta que en el monte oían La Luciérnaga y mi acompañante le dice que la vida da muchas vueltas: “Las vueltas las damos nosotros, no la vida”, dice, y cierra con una carcajada. Minutos antes había dejado caer una disculpa mientras hablábamos de los riesgos de dejar las armas: “Uno puede tener culebras. Por ejemplo, usted puede tener un resentimiento y yo pido disculpas si lo resentí, le perturbé la vida porque no tenía que estar ese tiempo allá”. Lo dice sin las fórmulas que han aprendido luego de años de proceso de negociación y conversaciones sobre víctimas. Lo repite dos veces sin mayores dramas, como una parte más de la conversación, y yo siento que sus palabras son sinceras frente a lo que ella considera una falta menor, una obligación de guerra. Es muy difícil hablar de arrepentimiento. Nadie descubre que desperdició cuarenta años de su vida en errores que solo causaron dolor. Intenta hacer un balance que reivindique su lucha: “Yo digo, ni todo lo que hicimos fue malo ni todo fue bueno. Pero lo que sí está claro es que si no hay lucha, no hay cambio”.

En la despedida se hace inevitable un cierto recelo, una distancia que se impone para los dos. Un abrazo lejano y calculado. Las palabras finales sirven para comprobar algo de la soledad de quienes acaban de llegar a una vida desconocida y a un territorio extraño, de quienes no sabían que la reconciliación era algo parecido al tedio frente a la ventanilla morosa del Estado. “Vuelvan pues por aquí, no se olviden de nosotros”. La lora mira desde el cable y los dos perros roncan al pie de la puerta de la tienda. En el cuaderno de fiaos Yuri me perdonó doscientos pesos de la última cuenta. Quedamos en paz. UC

Fotografías: Andrea Aldana