Número 100, septiembre 2018

La belleza en el mundo, como todo, es relativa.
Hay belleza en lo vulgar y lo deforme,
como en lo pulcro y lo perfecto;
la hay siempre en lo raro.

Juan del Martillo.
 

Conversaciones en La Bastilla
María Isabel Naranjo. Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías: Juan Fernando Ospina
 

El pasaje La Bastilla ya era un tema de conversación gastado en la familia cuando mi mamá llegó con la noticia de lo que había pasado con el tío Gabriel. El tío era el único hermano de mi papá, o bueno, medio hermano. Hijos de padres distintos, el tío tenía doce años más que él. Si los vi juntos dos o tres veces cuando estaba pequeña fue gracias a esas visitas express en las que los adultos solo tenían tiempo de comer el mondongo de la abuela, que ya les tenía servido cuando llegaban, y de intercambiar un par de palabras fumándose un cigarrillo, el tiempo suficiente para confirmar los chismes que se habían adelantado por teléfono. A la abuela Ligia solo recuerdo haberla visto viva uno de esos días, fumando en el umbral de la puerta con el tío Gabriel. Debió ser importante, porque de ese día conservo el único recuerdo que tengo de los dos. Yo montaba un triciclo rojo, amarillo y azul que sonaba rrr rrr rrr, como si el roce de las llantas de plástico moliera en pedacitos el corredor de cemento. ¡Tío, cuenta cuánto me demoro en llegar desde el solar hasta la puerta!, le gritaba, y él contaba en voz alta, uno, dos, tres, cuatro...

A veces creo que esa cara que tengo del tío Gabriel me la inventé. A veces creo que ese rostro detrás del encendedor es el de cualquier desconocido que me crucé en la calle y guardé en mi memoria para ese cuerpo del que no supe sino tres cosas. Tres cosas que mi mamá respondía como mensajes de una contestadora: sí, trabajaba en una farmacia. Sí, tuvo tres hijos que son tus primos. Sí, él tomaba más aguardiente que tu papá. A mi papá Julián ya lo habían matado, dicen que por no pagar las apuestas que perdía, cuando mi tío Gabriel decidió que su vida sería tenderse sobre un cartón en el pasaje La Bastilla y tomar chirrinchi hasta morirse.

Yo tenía trece o catorce años cuando bajaba con mi mamá a hacer vueltas al Centro y no tenía ni idea de lo que era el tal chirrinchi. La sociedad, o sea mi mamá, ya había graduado de callejoso al tío, incluso antes de que abandonara a Cecilia, su mujer, con sus tres hijos. Al parecer, esa bebida anisada era lo peor que le podía gustar a un hombre en la tierra. Y digo hombre porque mi mamá nunca pensó que a una mujer podría gustarle tal veneno. Para hacerlo todo más penoso, el paradero del bus que cogíamos quedaba muy cerca de La Bastilla, así que era obligatorio pasar por Colombia o por La Playa, las dos calles sobre las que se extendía el pasaje, para poder llegar a casa. Cerca del local más antiguo de Presto, que todavía está al frente del edificio Coltejer, mi mamá me agarraba de la mano y me zarandeaba para que caminara rápido. Me decía que cerrara los ojos, que no mirara para allá, que cuidado con ese callejón de mala muerte. Quería evitarme un encuentro frente a frente con el espectro del tío, envuelto en cobijas. Pero no importaba si yo cerraba los ojos. El olor revuelto con el calor del asfalto era lo suficiente para imaginar al tío Gabriel sobre los cartones, oliendo a orines fermentados, pegado a su amada botella de chirrinchi.

Así fue la rutina que mantuvimos para ignorarlo durante cuatro años, hasta esa noche que mi mamá llegó con la noticia. Se lo había contado Cecilia cuando se vieron por casualidad en una peluquería, cerca de la Plaza de Botero. El tío llevaba más de un año muerto.

***

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Seguramente lo encontraron una madrugada en esta misma acera donde hoy conocí a Jaime y a Evelio, dos borrachos que me imagino como los amigos del tío que, hace quince años, decidió beberse su vida hasta la última gota.

Jaime es el hombre que en un momento va a brindar conmigo con una copita de Norteño, la primera pero no la última que me voy a tomar hoy. Tiene la nariz grande y los ojos negros, como dos bolas de agua oscura a punto de regarse, y cada diez minutos saca la botella de un maletín negro que protege con sus dos manos, para que no se quiebre lo que hay adentro. Técnico en refrigeración. Certificado. Le encantan las mujeres, pero más el chirrinchi. Hace algunas horas estamos conversando en esta esquina que bautizaron “la oficina”, un sobrado de sardinel al lado del Chinatown, donde él y sus amigos se citan todos los días, desde temprano, para tomar trago. A él lo conocí después de hablar con William, un cincuentón coleccionista con más mañas de acumulador que asegura tener dos mil cedés y tres mil elepés originales, en una oficina del mismo edificio donde el almacén Cassany vende ropa para hombres elegantes. Me lo encontré de casualidad porque en el trayecto habitual hacia la antigua casa de mi mamá, me detuve a mirar el callejón prohibido: vi mesas y sillas de plástico al aire libre, viejos conversando bajo la sombra de los árboles, emboladores leyendo periódicos, televisores encendidos en el mismo partido de fútbol, vi el tiempo suspendido en el reloj de los jubilados y me fui yendo, yendo hacia adentro, yendo hacia adentro por primera vez. Caminé sin afán, sintiendo el olor a testosterona que arrojan los billares, los sitios de apuestas deportivas, los salones de ajedrez, busqué la simpatía de las meseras y la complicidad de las mujeres duras detrás de la barra. Anoté en mi libreta: “Este puede ser el lugar donde más aguardiente y tinto se despacha por metro cuadrado en toda la ciudad”. Sin saber exactamente qué era lo que estaba buscando, me encontré a don William sentado en un butaco. A su lado exhibía una decena de vinilos contra el muro de mármol del Edificio Grancolombiano: Los Galos, Olimpo Cárdenas, Rocío Dúrcal, Nino Bravo..., y cajas de casetes con los nombres de las canciones escritos de su puño y letra. Esa fuente tan Calibri 12, cursiva, MAYÚSCULA SOSTENIDA, idéntica a la de mi papá, me hizo comprarle por dos mil pesos uno de Julio Jaramillo. Entrados en gastos le pregunté a don William hacía cuánto venía a La Bastilla, si le había tocado la época de un inodoro en la mitad de la cuadra, si alguna vez supo la tragedia del hombre que se murió en una acera de borracho, si… cuatro cosas más. Entonces don William intuyó, antes que yo, la historia que me interesaba y gritó, Eveliooo. Al otro lado, un señor de pelo blanco le respondió brindando en el aire con una copa aguardientera de plástico, William hizo un gesto con la boca para indicarle que yo lo estaba buscando, y luego se despidió de mí con otro gesto de las manos que entendí bien: vaya, vaya, ese viejo es el que usted está buscando.

***

Los chirrincheros como mi tío Gabriel toman un destilado artesanal de etanol diluido en agua con alguna esencia. Dicen que lo hacen en alambiques clandestinos en el Centro y es tan barato que no se asustan ni lo botan si ven flotando en una copa la pata de una cucaracha o la cola de una lagartija. Esto fue lo que me dijo Jaime, que después de treinta años de beber en este pasaje puede declarar en calidad de experto:
—Nombre científico: Pasaje La Bastilla.
—Cierto.
—Nombre vulgar: Pasaje del Tuvo.
—¿Del Tuvo?
—Sí, porque todo el que está por aquí tuvo: tuvo carro, tuvo finca, tuvo plata y ahora no tiene nada.
—¿Y qué venís a hacer acá?
—A tomar trago y a compartir.
—¿Y ha cambiado mucho?
—Demasiado. Antes sobraba la plata. Venían a los bares a tomar aguardiente muchos abogados, ingenieros, albañiles...
—¿Y de qué te acordás?
—Me acuerdo del Bar San Fernando, el primero que abrieron. En las mesas de ese bar poníamos en fila botellas de aguardiente Antioqueño, cuando era a doscientos pesos, y a cada uno de nosotros le llegaba el turno de pagar una ronda.
—¿Y qué pasó?
—Ya ve, con el tiempo terminamos tomando chirrinchi. Pero aparte de borrachitos acá hay mucha gente trabajadora. Y personajes importantes como Evelio, que nos hacen reír.

Cada botella que se han tomado desde las diez de la mañana vale dos mil quinientos pesos, y a esta hora, cuatro de la tarde, Evelio ya camina como si estuviera despegando chicles de los zapatos. Da un paso, otro, y con cada uno sube las rodillas hacia el pecho y extiende los brazos para no caerse. Usa una gorra con visera tiesa, ancha, en la que se lee Giants, unas gafas de pasta negra y gruesa, un pantalón de paño caqui y una camisa sin botones que le deja ver tres pelusas muertas en el pecho. El pelo liso le creció hasta los hombros y se le puso blanco en estos 45 años que lleva caminando así, en zigzag. Así, en zigzag, lo voy siguiendo mientras él busca con la mirada al poeta Carlos Sosa, porque, dijo, solo un poeta es capaz de contar la historia de La Bastilla. Pero el poeta no aparece por ningún lado. No está en las sillas Rimax de los emboladores que por estos días trabajan amontonados en la esquina de Presto, ni en las “escalinatas del saber”, como les dice Evelio a las escalas del Coltejer que se ven desde este lado de la calle. Tampoco está en las mesas del bar El Pasaje, ni en las del bar San Fernando, ni en el restaurante El Horno, ni en el más ecléctico de todos, el Arroz Paisa. Tampoco está en los billares Laureles, ni en los billares Maracaibo, donde entramos para conocer la chimenea de la Fundición J. V. & H que está detrás de los cuadros de ajedrecistas famosos. Anoto en la libreta: “La chimenea parece un símbolo. Aquí se ha fundido todo lo que pone tan orgullosos a los antioqueños panzones: el café y el aguardiente, las apuestas y la plata”.

Fotografías: Juan Fernando Ospina

Vení, dice impaciente Evelio, ¿te dejás embolatar? Yo no sé muy bien de qué se trata eso de embolatarse porque caminamos como si ya lo estuviéramos, pero nos devolvemos sin hablar hasta la oficina, donde están sentados en este orden: una mujer diminuta y arrugada, dulce sobria, malhumorada borracha; su esposo, un moreno aindiado que mira fijamente el suelo y pocas veces pronuncia una palabra; un hombre con la cara sudorosa que le dedica el salmo 147 a los árboles: “El Señor cubre el cielo de nubes y provee de lluvia a la tierra”; el siete veces campeón nacional de billar que guarda en su maleta un cuaderno con los recortes de los periódicos donde aparece su foto; otro que se apoya en un palo de escoba para pedir monedas en la calle; Jaime, el guardián del chirrinchi, que lo saca cada tanto de su caleta, envuelto en una bolsa para que no se lo quiten; y Evelio, el mamagallista del grupo, que le ordena a Jaime: el pasaporte para que ella esté en La Bastilla es que brinde con nosotros con un trago de Norteño. Entonces Jaime, risueño y obediente, me entrega una copa aguardientera llena hasta los bordes. Poquito, poquito, que no es una piscina, le digo. Se ríen. A todos nos llena la copa exactamente igual. Y a falta de poeta, cuando todos están listos para el brindis, Evelio levanta su copa y declama sus propios versos:
Estamos de acuerdo
que somos basura
y que un remolino nos levantó.

Después me susurra con babas en el oído, tratando de que solo yo oiga, el Norteño no emborracha, pero sí embolata. ¡Salud!.

Al chirrinchi siempre me lo imaginé como una sensación fuerte, inflamable, cuatro veces más ardorosa que el aguardiente Antioqueño en la garganta, entonces cierro los ojos y me tomo el trago de un tirón. Mientras pasa por mi garganta pienso: ¿por qué será que le gustaba tanto a mi tío Gabriel? Es casi insípido, muy suave. Pienso: podría tomarme una botella sin darme cuenta, y hasta olvidarme de los tiburones de los que habla Jaime.

***

Al lado de la oficina se escuchan los gritos de un tumulto de hombres:
¡Ay garitero!
¡Ome garitero!
¡Pida media de guaro Manuel!

Están reunidos alrededor de dos mesas de juego, un armazón de madera cubierta con un paño verde que los no-entendidos en la materia pueden confundir con mesas de billar, sin troneras. Cada una está presidida por un garitero que agita un par de dados en un vaso negro. A la mesa que puede verse desde afuera le dicen la de los ricos, y a la que está más adentro, cerca de la barra donde venden guaro, ron y cerveza, la de los chichihuevos. En la de los ricos sacan billetes de cincuenta mil y apuestan en una ronda hasta quinientos mil pesos, en la de los chichihuevos apenas hay unas monedas y unos billetes arrugados de mil pesos. En una un hombre que ha pedido tres guaros seguidos pierde trescientos mil pesos, en la otra un hombre menudo y triste que ha sorbido despacio el guaro que tiene en una copa, acaba de ganar cinco mil.

Por mi parte ya son cuatro —¿cinco? ¿seis?, no lo recuerdo bien— las copas de norteño que me he tomado en el murito de los chirrincheros, riéndome de las historias de Evelio, que ya está hablando como camina, en zigzag. Jaime, además de ser el guardián del chirrinchi y brindar cada ronda, oficia de traductor y me ayuda a desenredar una de las historias: “Ustedes saben que yo soy pensionado de Coopebombas ¿cierto? —dice Evelio y todos asienten con la cabeza—. Pues cómo les parece que un día mi jefe me dijo: vaya consigne estos setenta mil pesitos al Banco de Bogotá... (continúa con algo que no entendemos). Una gringa que me encontré en el camino me acusó de robarle una plata (no se le entiende cuánto). Alegamos mucho rato. Llegaron los tombos y me pegaron (no estamos seguros si dijo pegaron, pero tiene sentido). Ella se dio cuenta de que los tenía en el bolso y como disculpa me ofreció mil dólares. Yo le dije, ¿apenas mil dólares? ¡Si casi me matan los tombos! Y ella me dijo, dígame cuánto quiere. Yo le dije que veinte mil dólares. Y ella sacó una billetera y me los dio. Comencé a contarlos. Uno, diez, ¡¡¡veinte mil dólares!!! Casi me muero cuando me desperté”.

Después de contar esta historia, Evelio decide que es el momento de irse. Alza la mano con la copa vacía y se despide de todos como los amigos cómplices de fiesta, con tristeza. Lo miro alejarse en dirección al Coltejer, despegando todavía los chicles imaginarios de sus zapatos, buscando al único poeta que puede contar el pasado de La Bastilla. Y con él se van las risas.

—Entonces, Jaime, ¿solo venís acá a tomar trago? — le pregunto después de reflexionar sobre la figura del viejo recién ido.
—No señorita, acá también vengo a leer.
—¿A leer?
—Sí, acá detrás, en la biblioteca que tenemos en La Bastilla, he leído a Nietzsche, a Freud, a Dostoievski, a Tolstoi. Un día me encontré con el Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam.

No entiendo lo que esta conversación produce en la memoria de Jaime, pero los ojos se le empiezan a volver agua, y su mente se va a otros paisajes, lejos de acá. Es el efecto del chirrinchi, me digo.
—¿Y por qué está llorando?
—Por las historias que he leído.
—¿Y de cuál te acordás?
—Una vez me fui a leer Así habló Zaratustra al monte y esta fue la conclusión a la que llegué: ¿cómo es posible que un man viva con un águila y una culebra toda la vida, y el águila no se coma a la culebra? ¡Explíqueme usted!
—Ah, ¿entonces vos sos como un intelectual?
—No. ¡Soy un borracho!
—Ja ja ja
—¿Cuánto va a poner para la otra?

***

Al otro día leí una nota en mi libreta: “Ninguno se acuerda del tío Gabriel. Es como si no hubiera existido nunca. O bueno, existió cuando todos estaban de fiesta, y así se fue”. UC

Fotografías: Juan Fernando Ospina