Número 100, septiembre 2018

Ruinas de Medellín
Alonso Salazar J. Fotografías: Juan Fernando Ospina
 

Fotografías: Juan Fernando Ospina
 

Recién llegado a Medellín vi cómo se demolió el Teatro Junín, una de las obras bellas y eclécticas del arquitecto Agustín Goovaerts. Se derribó apenas después de cuarenta años de construido. De la excavación profunda, en Junín con la avenida La Playa, emergió el edificio Coltejer, el más moderno construido hasta entonces. En ese momento pensé que era el camino normal de modernización de la ciudad, pero luego caí en cuenta de que por varias décadas caminé en una ciudad en permanente demolición, que hizo de la autodestrucción un supuesto camino del progreso. El resultado de todo esto es que la memoria de la ciudad, de lo que fue, está en las fotografías o en algunos edificios aislados que vemos con inútil nostalgia.

Entre el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, Medellín era una ciudad pequeña donde predominaba la arquitectura republicana y en la que los arquitectos foráneos y Nel Rodríguez habían construido edificios icónicos. La ciudad había planeado los barrios obreros en Castilla, en el noroccidente, y en Aranjuez y Manrique, en el nororiente. Además de su expansión residencial hacia el occidente, conocida como Otrabanda.

Viví de cerca el último esplendor y la decadencia de Guayaquil, por ser hijo de un comerciante, que me llevaba a rastras cuando buscaba, en las cacharrerías y en el primer almacén Éxito, mercaderías para llevar a la tienda que aún conservaba en nuestro pueblo de origen. Allí se ubicaban los grandes negocios de abarrotes y la venta de frutas y verduras porque no existían las centrales de abasto. Guayaquil albergaba además las flotas de carga y de pasajeros. Los braceros con un trapo rojo al hombro alzaban bultos de maíz, de frijol, de lo que fuera. Me maravillaban sus torsos desnudos, sus músculos y su fuerza que asociaba a la del hombre increíble. Arriba de los abarrotes y las cacharrerías funcionaban hoteles y prostíbulos. En largas escaleras y en fila india se exhibían a los clientes, con un genuino pudor, las putas. En bares con rocolas no se escuchaba tanto la música campesina paisa sino sobre todo el tango.

Después de que la Plaza Sucre, el mercado tradicional de la ciudad, se incendió se formó El Pedrero, ahí sobre lo que había sido la Plaza de Cisneros, en la calle San Juan, frente de la Estación del Ferrocarril, un mercado informal, una sucesión de ranchos de cartón de brea y callejones estrechos cubiertos por desechos podridos. En ese entorno solo habían sobrevivido los edificios Vásquez y Carré, que daban sobre la carrera Carabobo. Y el edificio Pasteur, también diseñado por Charles Carré, que vi demoler por allá en el año 1982 para dar paso a la ampliada avenida San Juan.

Años atrás los urbanistas Wiener y Sert habían dibujado la expansión de la ciudad, que no alcanzaba el medio millón de habitantes, en un valle que aún era amplio. Recomendaron preservar el Centro histórico y ampliarse al occidente. Pero no, quienes podían decidir en Medellín, gobernantes y empresarios, con medios legales o ilícitos, destruyeron ese Centro que en términos históricos era joven. Desde los años treinta, en razón de que la tierra valía mucho más que las bellas construcciones de madera y tapia, que sobre ella estaban construidas, el corazón de la ciudad fue roído por incendios convenientes y demoliciones.

Si en algún punto ha sido evidente el ansia desmesurada de riqueza de los paisas es en la manera como se ha construido y destruido la ciudad. Las palabras planeación, identidad y urbanismo eran veleidosas según administradores y constructores.

Ya en 1916 los incendios afectaron al Parque de Berrío. Los edificios de dos y tres pisos, con techos de teja de barro y balcones, no fueron restaurados sino que dieron paso a edificios de ascensores que serían sedes de bancos y empresas, para convertir el parque en “la milla de oro” de aquel tiempo. Luego los alcaldes permitieron “desestructurar” lo que consideraban una escala pueblerina, ampliando las vías y autorizando edificaciones modernas, para lograr una plaza “…digna y austera, conforme a la importancia de Medellín”.

La ciudad decidió no integrar las abundantes aguas que bajaban de las montañas del oriente. El río se saltó con puentes de mayor vuelo. Muchas quebradas se sepultaron para construir calles y viviendas. En el barrio Buenos Aires vivimos en una casa levantada, como todo el barrio, sobre una quebrada sin nombre que con frecuencia se rebosaba y nos inundaba. Con esa misma lógica se había cubierto, en las primeras décadas del siglo XX, la quebrada Santa Elena que era un eje natural del Centro. Se hicieron enormes esfuerzos económicos, se recurrió incluso a la valorización, para cubrir los puentes, la historia y destruir un patrimonio paisajístico que tal vez hoy podría mirarse con orgullo. En su orilla se construyó una avenida para que luego las viviendas se reemplazaran por edificios. Sobrevivieron el Palacio de Bellas Artes, la Casa Barrientos y no mucho más. Debajo de la enorme y larga loza de cemento aún perviven los puentes que unían el sector norte que tenía como epicentro al Parque de Bolívar y el sector sur que giraba en torno al Parque de Berrío. Y no deja de aparecer la idea nostálgica, pero difícil, de demoler la loza y reincorporar la quebrada al paisaje urbano. (Todavía en 1984, se seguían cubriendo quebradas en la ciudad).

Algunas construcciones de Medellín no alcanzaban a tener siquiera la edad de una persona adulta. La demolición del Centro nunca se detuvo. La avenida Oriental desmembró, sin paliativos, el Centro. Dejando cercenados sectores como Niquitao, Jesús Nazareno y el barrio Prado.

Cuando las flotas y los comercios de abarrotes se trasladaron a las terminales de transporte y a las centrales de abasto, Guayaquil, sin un proyecto para rescatarlo, se convirtió en una colección de muladares abandonados. El Centro se diluyó en la informalidad y Guayaquil empezó a llamarse El Hueco. Un nombre que es una gran metáfora de la ruina física de la ciudad, y de la emergencia de economías ilegales diversas. Vinieron a recuperarlo, a su manera, los comerciantes que tenían en el contrabando, y en otros negocios como la piratería, riquezas que les han permitido constituirse en una nueva elite, de gran poder económico, pero evasiva frente a las responsabilidades sociales y también avara en cuestiones de urbanismo.

En cuanto a ruinas, a los narcotraficantes no les debemos solo las acciones terroristas que tanto destruyeron en todo el país, sino además la última demolición del Centro. Medellín es quizá la única ciudad que se ha destruido para hacerle un metro. El primer gerente, Diego Londoño White, ya era un experto en lavar dinero en la industria de la construcción. Argumentando el flujo de pasajeros, sin detenerse en las observaciones de urbanistas, sin considerar los temas de tejido social e identidad, tomó la decisión de que el metro atravesaría el Centro con un viaducto de tres estaciones, incluida una en el corazón mismo de Medellín, el Parque de Berrío. Esa última demolición de gran escala, otra herida de la que la ciudad no se ha podido reponer, tuvo como objetivo el mayor lavado de dinero del que hayamos tenido noticia a través de una obra pública. Londoño White les entregó el trazado a sus amigos narcotraficantes para que compraran los predios que él a su vez les compraría a valores multiplicados. Fue uno de los motivos que explican por qué el metro costó tres o cuatro veces más de lo que inicialmente se presupuestó. (Los paisas pagaremos hasta 2087 con la sobretasa de la gasolina y las rentas del tabaco los sobrecostos derivados en mayor parte de corrupciones sucesivas).

De todas esas demoliciones, la única que devolvió espacio público y gracia al Centro fue la que, en la alcaldía de Juan Gómez Martínez, dio lugar a la construcción de la Plaza Botero, articulada al Museo de Antioquia.

Fotografías: Juan Fernando OspinaLa ruina moral

No solo se destruyó la ciudad, a la par se desmoronó la estructura moral, no muy sólida por cierto, de nuestra sociedad sustentada en una religiosidad que cumplía la labor de control. No hago aquí una relación genérica y maniquea de la ruina física y la ruina moral de Medellín. No creo que el bien haya estado en algún lado y el mal en otro, separados por una línea definitiva. Pero es ineludible decir que las elites, las viejas y las nuevas, que por obvias razones tienen mayor responsabilidad, han sido inferiores al propósito de lograr una ciudad que sea pujante pero sostenible y amable en su configuración.

Por no contar con recursos sociales e institucionales, los grupos populares tuvieron, y siguen teniendo, las mayores pérdidas por los efectos del crimen. Mientras que los sectores con poder económico y político, aunque también fueron afectados, neutralizaron de mejor manera esas amenazas y crecieron sus fortunas en medio de estas turbulencias.

En Medellín varias nuevas “ciudades” se construyeron desde los años setenta. Una de clase media al occidente con mayor planeación. Y otras caóticas en el suroriente y el norte. Yo vine a conocer relativamente tarde la del suroriente, El Poblado, que terminó siendo un bosque de edificios. La relación fraudulenta del Departamento de Planeación, y luego de los curadores, y constructores se hizo evidente en los casos extremos de edificios que colapsaron o tuvieron que ser demolidos. Pero lo anómalo siempre ha estado presente en el “urbanismo” voraz, sin cuidado con la sostenibilidad ambiental, robándose los márgenes de las quebradas, privatizando terrenos públicos, sin las reservas para una trama vial suficiente, saltándose la mayoría de las veces las normas. Una ciudad construida con falta de sensibilidad y sistemáticas prácticas ilegales. (Todavía los constructores, sus gremios, regatean cuando se les plantea su responsabilidad en la construcción de la ciudad y la necesidad de preservar espacio público y ambiente).

En medio de ese Poblado, en los límites con Envigado, muy cerca de todos los centros de poder, aún existe Montecasino. Conocí esta mansión que había sido propiedad de los hermanos Fidel y Carlos Castaño cuando, en mi condición de alcalde, la Dirección Nacional de Estupefacientes me pidió que la administrara mientras se terminaba el proceso de extinción de dominio. Allí, sobre la avenida El Poblado, en un lote de 35 mil metros, aún existen, aparte de la casa principal, tres casas desvencijadas que dejan ver la sangre, el espanto, el dolor, la muerte que por allí pasó. Montecasino es un símbolo de la ruina moral de nuestras instituciones. Por este cuartel, primero del narcotráfico y luego del paramilitarismo, pasaron gobernantes, generales, empresarios, dirigentes políticos para entrevistarse con los hermanos Castaño, a quienes a pesar de ser de una familia de fratricidas, consideraban como salvadores de la patria. Han dicho que los magnicidios, masacres, desplazamientos eran una respuesta necesaria al daño excesivo de las guerrillas que por décadas destruyeron poblaciones e infraestructura, asesinaron, secuestraron. Lo grave del asunto es que esas alianzas para combatir a las guerrillas, e incluso a Pablo Escobar, permitieron que los “invitados” se asentaran en la institucionalidad, tuviesen aceptación social e incluso se convirtieran en socios de ricos tradicionales. Diría que todavía estos invitados —narcotraficantes, contrabandistas, bacrim— tienen excesiva influencia en las Fuerzas Armadas, la Policía y la Fiscalía de nuestra ciudad, logrando sorprendentes niveles de impunidad, lo que les ha permitido expandir sus sistemas de extorsión y muerte.

Yo conocí en detalle, en los años ochenta, la ciudad del nororiente, la de las laderas proletarias, construida más allá de Aranjuez con urgentes y sucesivas invasiones que dejarían al final barrios laberínticos con mínima infraestructura comunitaria y cero espacio público. En ese contexto también percibí la pérdida de la moral como base de las relaciones sociales. Constaté que los elementos de solidaridad que habían permitido una gesta comunitaria se estaban diluyendo y la escena la tomaban los jóvenes al mismo tiempo desarraigados de la historia, sin empatía con el pasado campesino de sus padres, pero sin perspectivas de inserción en una urbe que veían distante desde las alturas en las que vivían. Esa circunstancia la describió Víctor Gaviria lúcidamente en la película Rodrigo D. No Futuro, a inicios de 1990.

Ante la falta de referentes sociales, algunos sectores, especialmente jóvenes, admiraron a Pablo Escobar por el mito de haber sido benefactor de los pobres, cosa que es apenas una pobre verdad, y por ser un guerrero que desafió al Estado. Escobar gastó poco de su patrimonio, organizó eventos de rejoneo en la Plaza de Toros y pasó la ponchera entre sus amigos para recoger dineros con los que dejó a medio hacer quinientas viviendas en el barrio que lleva su nombre, e iluminó canchas en barrios populares, todo esto en el marco de una campaña política en la que llegó a ser congresista. Lo del Escobar benefactor de los humildes es una estafa. En lo único que Escobar derrochó fortunas fue en el narcoterrorismo, en acciones contra funcionarios del Estado, contra miembros de las elites y contra miles de ciudadanos de toda condición social, contra todos nosotros, hasta que su megalomanía lo llevó al desenlace de soledad y de derrota a manos de quienes habían sido sus aliados.

En los barrios los aprendices de los narcos, vigías de la identidad paisa, arrinconaron a los grupos de rock, punk y metal, las opciones contestatarias, y persiguieron iniciativas comunitarias diversas. Con la influencia de dolores heredados, de padres ausentes, del narcotráfico, de las guerrillas, en medio de un vacío existencial, se desató una avalancha de muerte que se llevó a decenas de miles de jóvenes. Aunque, con frecuencia, la violencia conlleva cambios radicales, a veces hasta revoluciones, la que vivimos en estas últimas décadas en las barriadas populares de Medellín ha sido de implosión, de las que revientan hacia adentro. Las milicias —las que jugaban a ser guerrillas y las que luego constituyeron las Farc y el ELN— completaron la tragedia. Eran tan eficaces en la limpieza social que contaron, con frecuencia, con el apoyo de las autoridades. Su último bastión fue la Comuna 13 en la que por cerca de diez años años ejercieron un poder, una caricatura de gobierno revolucionario, con sistemática violación de las libertades, de los derechos humanos y el derecho a la vida de sus habitantes. Como se sabe, esa historia se cerró con la Operación Orión con la cual las Fuerzas Armadas derrotaron a esas milicias. Sin embargo, la evidente complicidad con grupos paramilitares entronizó otro poder criminal y las denuncias sobre desapariciones tienen a algunos oficiales en procesos penales.

Escobar también cautivó a poderosos. A pesar de que ya se conocía su condición criminal encontró socios entre los caciques políticos de la región y algunos líderes nacionales. Los emergentes, que no eran solo los narcotraficantes, perdieron las formas, aquellas que modulan en algo el comportamiento social, y se tornaron agresivos y procaces. No puedo olvidar la frase que algunos atribuyen a Bernardo Guerra Serna: “Quienes tengan dineros calientes tráiganlos que yo tengo donde enfriarlos”, algo así dijo. En las campañas locales y presidenciales ingresaron esos dineros calientes. En Antioquia casi todos los directorios se involucraron con lo que sucesivamente se llamó narcopolítica y parapolítica. (Son más de quince los líderes políticos antioqueños de alto nivel condenados por este tipo de delitos).

La involución cultural

En una ciudad ensimismada, cerrada frente a la modernidad y las influencias foráneas, los pasos que se habían dado para una apertura cultural se desandaron para posicionar una uniformidad basada en la tradición. Elementos de la cultura popular y agraria —su iconografía, el caballo y el vestido paisa— se tomaron la escena urbana. Aunque la ciudad creció y se modernizó, muchos de los rasgos pueblerinos siguen entre nosotros, envueltos en una idea de superioridad regional, y sustentados en el conservadurismo religioso con el que se formó la primera identidad. Con pólvora, con alboradas, remembranza de las fiestas patronales, con fasto y fetiche pagano, la religión tuvo un nuevo apogeo.

Alfonso López Trujillo había asumido como arzobispo de Medellín, y pronto y aún joven logró ser cardenal. López Trujillo persiguió con severidad a los sacerdotes de la opción preferencial por los pobres que habían acompañado la formación de los barrios de invasión, y permitió, con evidente laxitud, la cercanía de sacerdotes con la religiosidad fetichista de los sicarios; incluso Pablo Escobar contó con el padre Elías Lopera, una especie de capellán personal que lo acompañó en su cruzada contra la extradición y en actividades públicas cuando se quiso vender como un hombre de servicio a la sociedad.

Durante el periodo de López Trujillo, a lo largo de los años ochenta creció la religiosidad que incluía violencia y devoción. El padre Arcila, párroco del santuario de María Auxiliadora en Sabaneta, se hizo famoso por los favores que de él recibían los feligreses como intermediario de María Auxiliadora. El culto del padre tomó tanta fuerza que llegó a hablarse de la Virgen de los sicarios. Luego la arquidiócesis convirtió en una institución los Martes de María Auxiliadora en todas las parroquias de Medellín. Por ello la antropóloga María Victoria Uribe habló de unas formas de catolicismo éticamente paganas.

El medio milagro

En los años noventa hubo más sociedad que Estado para reconstruir el tejido social. Sectores sociales tuvieron mayor conciencia y coraje para enfrentar el desbarajuste que los políticos tradicionales. Permítanme enumerar los esfuerzos de Ana María Cano y Héctor Rincón en la revista La Hoja; de María Emma Mejía en la Consejería Presidencial para Medellín; de organizaciones comunitarias como Convivamos, Nuestra Gente, Picacho con futuro, Barrio Comparsa, y otras como Fundación Social, Corporación Región, Penca de Sábila y Surgir; grupos culturales como el Matacandelas y Prometeo, organizador del Festival Internacional de Poesía de Medellín; sectores de la economía solidaria como Confiar.

Una vez López Trujillo se marchó a Roma en condición de cardenal, la iglesia dio un giro. Primero monseñor Héctor Fabio Henao y luego el padre Emilio Betancur, desde la pastoral social, enderezaron las acciones de la iglesia en una intensa actividad a favor de la vida y monseñor Darío Monsalve promovió el movimiento “No matarás”, que tuvo gran acogida entre los jóvenes.

Lo que se sembró en aquellos años se cosechó en el inicio del milenio, en administraciones que refrescaron el espectro político y social. La ciudad se desbloqueó, se desarrollaron proyectos urbanos significativos en entornos populares, se innovó en sistemas de transporte y se le dio relevancia a la educación y la cultura. Se habló entonces del milagro de Medellín, pero a mí me gusta más la definición de Francis Fukuyama, quien después de visitar la ciudad escribió el “Medio milagro de Medellín”. Porque nos permite tener orgullo de lo realizado, sin olvidar las deficiencias que tenemos como sociedad.

Nuevos desafíos

Ya casi finalizamos la segunda década del nuevo milenio y traemos a rastras los problemas del siglo XX. El proceso de transformación de Medellín parece haberse detenido. Tenemos un alcalde que ha logrado mantener altos índices de popularidad. Pero análisis independientes, como el de Medellín cómo vamos, indican que hemos retrocedido en muchos campos.

Para enderezar el futuro la tarea primera es levantar la bandera de la ética. Me pregunto: ¿cómo lograr que nuestros comportamientos sociales se ajusten a parámetros morales sin depender de la vigilancia del Estado? Porque la ley es eficaz cuando el conjunto de los ciudadanos la interiorizan. Desde luego no se trata de pedir mejores comportamientos a otros, como es común, sino de responsabilizarse de los propios.

A los viejos desafíos de la ciudad se suman los que vienen de aspectos como la globalización y el cambio climático. La densificación que nos exige el redesarrollo de enormes zonas, por ejemplo en las orillas del río, para generar nuevos hábitats. La entrada en operación del Túnel de Oriente debería llevar a que en unos años cesen las operaciones en el aeropuerto Olaya Herrera, circunstancia que permitiría reconvertir cientos de hectáreas que hasta ahora han estado restringidas en su altura por las operaciones aéreas. ¿Con qué concepción urbanística se daría esa transformación? ¿Seremos capaces de construir una ciudad que nos brinde nuevos orgullos, con espacio para arboledas, parques, viento y el bienestar ciudadano?

Podría mencionar otras decisiones trascendentes de ciudad que deben tomarse en un plan ineludible que definirá la Medellín del siglo XXI. Es una gran posibilidad. Pero hay grandes amenazas. Hemos visto gobernantes que quieren dar zarpazos a terrenos que son patrimonio público para ejecutar negocios privados. Y hay razones para tener dudas de los beneficiarios de sus decisiones.

La mafia es nuestra mayor ruina moral. Aunque en Colombia utilizamos la palabra mafia para nombrar a los narcotraficantes, en realidad las mafias, en el origen siciliano del término, son las que se adhieren como una hiedra a factores de poder para dominar el Estado y absorber sus recursos. Mafia y políticos clientelistas se retroalimentan con innumerables e inusitados carteles. Ya los delincuentes no solo quieren extorsionar a los contratistas, quieren ser ellos mismos constructores de megaproyectos. Hoy en día en la región es constatable que grupos criminales manejan hilos del poder público en municipios importantes y que algunos de quienes gobiernan, a ojos vistos, son líderes de estructuras criminales. Y que, además, en la fuerza pública y en la justicia se ha hecho común el actuar desviado.

Por ello, para casi cualquier aspecto que queramos considerar sobre el futuro de la ciudad, lo prioritario es la lucha por la moralidad en las entidades públicas, incluidos el poder civil, el militar, el policial y el de la justicia. La lucha contra la corrupción nos debe brindar más y mejor Estado. Se necesita una reacción colectiva para que lo turbio que hemos aceptado como normal ya no lo sea.UC

Fotografías: Juan Fernando Ospina