Número 100, septiembre 2018

LOS TRES GOLPES
Sazonando el viaje
Simón Murillo Melo. Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías: Juan Fernando Ospina 

Solo había pasado por allá sin detenerme y con algo de susto por el exceso de bulla y suciedad. Un extraño edificio con forma de huevo, una virgen blanca pelada por el sol y una ceiba rosada enfermiza, como una araña moribunda a punto de dar el último salto. “La mataron de orinarla” dice Margarita, Márgara, que vende lentejas, sancocho y fríjoles en un carrito de mercado en la esquina del parqueadero de la placita.

Antes Margarita vendía en plena plaza, pero hace unos meses la Alcaldía metió la mano y le puso baldosa nueva y matas todavía vivas; la virgen desapareció y el cadáver de la ceiba fue enterrado. A ella la trasladaron unos metros, y dice que no le choca porque hay menos borrachos saliendo de Picar Pollito (donde me comí un consomé con sabor metálico que me hizo botarlo todo por el periodismo). Tampoco ha perdido clientes. “Oiga, que un domicilio pal Tigre en la esquina”, le dice una desdentada. “Dígale que yo no hago domicilios”, responde con la tranquilidad que le da vender más de sesenta platos por noche, todos a menos de cuatro mil pesos. Otro comensal, que la mira con afecto, mete la cucharada: “Y le cuento, platos muy deliciosos”.

Sus lentejas, servidas en un plato de icopor, son gigantes y van coronadas de un espinazo. Se come en un taburete, acompañado de mecánicos y obreros de las litográficas de los alrededores de la plaza, todos conversan con ella con la confianza del tiempo, lleva sin descansar un solo día desde hace seis años. La fuerza de Margarita es enorme: trabaja desde los nueve años y ya pasa por los sesenta. Con más de cuarenta años en Medellín, llegó desde El Santuario a los veintiuno. Además, le da tiempo, o ganas, para estudiar mercadeo en el Politécnico Andino. Cuando le conté lo de la indigestión en Picar Pollito, fue la primera en regañarme: “¡Uno no puede comer pollo en la calle!”.

Conversa muy rápido y de todo, moviéndose como una hormiga para atender a los clientes o irse para el sitio donde tiene la cocina, media cuadra arriba. Cuando el ficóptero amenaza justo encima de nosotros, uno de sus clientes ríe nervioso y pregunta: “¿Qué nos irá a hacer ese helicóptero?”, y ella replica: “¡Nosotros no tenemos nada que esconder!”.

La creencia de que la placita del Huevo alberga un crimen escondido va más allá del prejuicio. Frontera última entre ese cuadrante del Centro abierto para las familias de bien y la terra incognita de Niquitao, la placita se parte en cuatro por las épicas arterias que la desangran. Fue hogar de muchos indigentes por un tiempo, tal vez como signo de su naturaleza viajera. Aquí y allá pululan los hoteles, inquilinatos y moteles. Es bien movida pero no surgió como un sitio de encuentro sino como uno de perpetuo paso: fue creciendo con los buses, sus únicos habitantes estables, descargando y cargando gentes a toda hora.

Con los transeúntes, este mercado espontáneo trajo los locales de comida, los vendedores como Margarita y las seis pastelerías que la rodean. Los primeros reflejan el ahorro paisa y el rebusque obligatorio para lograr uno o dos golpes; las últimas, gemelas de luz blanca de las que ahora ocupan cada rincón del Centro, son un reflejo de la monotonía que siempre amenaza a las urbes.

Para la plaza, los vendedores–cocineros como Margarita se convierten en esquinas móviles, centros de actividad, conversa y memoria del sector: una quinceañera bonita de Niquitao apenas la ve le suelta, “¡Carebruja!” y sale corriendo con Margarita detrás riéndose; los mecánicos la molestan pidiendo rebajas. “Solamente nos pega un regaño”, y los caminantes preguntan por las lentejas, cumpliendo el inmemorial ritual de la acera.

El restaurante Tutunendo es una esquina pintada de verde limón. En pleno nacimiento de Amador con la Oriental, fue el primero de una generación de establecimientos chocoanos que se acabarían tomando casi toda la calle y los alrededores. Visitados casi exclusivamente por chocoanos, han construido una embajada cultural negra en mitad del Centro de Medellín. Con música de Bomby a todo taco a las dos de la tarde, los fines de semana cada restaurante se llena de familias que hacen el peregrinaje semanal para almorzar sancocho de guagua. Alegando en la calle por las cuentas, molestando con los meseros, acariciando la mano un poco más a una clienta hermosa, Edwin Rengifo, mesero, fotógrafo y creador de la revista Afrosentido, vino del Chocó para vivir en Medellín.

Los sancochos de carne ahumada son la estrella de los fines de semana, herencia mestiza de quién sabe cuántos cocidos españoles, gallinas chinas, hierbas indígenas y sazones africanas. Ante la pregunta de si ha sentido ecos de la esclavitud en Antioquia, dice que al contrario. Los restaurantes chocoanos de la zona rehabilitaron ese segmento de Amador, llenándolo de gente y limpiando un poquito las aceras.

Si algunos llevan años en Medellín, Luis Kanzler llegó el mes pasado desde Venezuela. Inmigrante nuevo y nieto de refugiados alemanes que escaparon del Holocausto, atiende en un puesto de jugos a mil y dos mil, adjunto a una frutería en El Palo, unos metros arriba de la plaza. Con pinta de vocalista de una banda de Altavoz que escucha a Leo Jiménez y a Pearl Jam a todo volumen, apenas puede, empieza a hablar de Venezuela. Fue dirigente político, barman, le hizo catering al alto mando militar venezolano.

La señora que se detiene a comprar un jugo de guanábana en leche de mil le entrega un billete de dos mil y al saber que es venezolano no espera la devuelta. La solidaridad viene en muchas denominaciones: hace las cuentas de la frutería y trabaja seis días a la semana de seis a. m. a nueve p. m. Insiste en que lo han tratado muy bien, ya conoce a los taxistas y buseteros del sector, conversa con la señora del carrito de helados que suele pasar por El Palo y empezó a salir con la morenita del Cellmax, dos locales hacia la plaza. Se le aguan los ojos y la voz decae cuando habla mucho tiempo de Venezuela. “Si el socialismo del siglo XXI gana acá en cuatro años, no le deseo a ningún colombiano tener que migrar a otro lado”. El inmigrante vendedor de jugos heredero del Holocausto recién enamorado y anticomunista es un hilo más de la trama que viene a ser la placita del Huevo. El nombre es casi pleonástico. No hay nada más aburrido y fácil de quebrar que un huevo. Tal vez, en esas tres cuadras del Centro, feas y manchadas por el hollín y el incesante recorrer, el universo se rehaga cada día. El ruido del big bang acallado por los pitidos de los buses, masas de individuos anónimos engullendo pollo. Una vez acaban con el plato, se limpian con la servilleta que Margarita nunca deja de entregar y se montan al bus. UC

Fotografías: Juan Fernando Ospina