Número 100, septiembre 2018

Santander es un patrono adecuado para una plaza frecuentada por ajedrecistas. Reglas y emboscadas silenciosas pueden ser parte de su bandera. El autor encuentra historias de los olvidados juegos de estrategia entre liberales y conservadores en las fachadas solemnes que los borrachos ven borrosas. Entornar los ojos, mirar con atención, intuir las pesadillas de un triste transeúnte, acomodarle una frase de antología y rematar con un buñuelo es el método filosófico de nuestro cronista invitado.
Conversaciones desde San Ignacio es un proyecto de Comfama y Universo Centro.

Fichas de plazuela
Pablo Arango. Ilustración: Camila López
 

A las diez de la mañana, la plazuela ya tiene instalados a sus residentes habituales: señoras que venden café, limonadas, jugos, almojábanas, buñuelos, minutos de celular, maíz para echarles a las palomas; una señora que vende unas matas bellísimas; señores que venden frutas… Unas enormes ceibas, a lado y lado de la plazuela, nos dan sombra a los paseantes que queremos evitar el sol asesino que hace ya a esta hora. Pero dos borrachos, un hombre y una mujer, como si quisieran refutar a un filósofo gringo que dijo que era imposible que dos borrachos pudieran mantenerse en pie apoyándose el uno en la otra, llegan tambaleándose desde la calle Ayacucho y eligen una de las bancas de cemento al frente de la iglesia de San Ignacio, una banca que está hirviendo porque el sol le ha dado de lleno toda la mañana. Y se sientan justo ahí, se recuestan el uno en la otra y viceversa, y algo de la placidez del descanso y la sonrisa asoma en sus caras destripadas por el alcohol, antes de dormirse. A pocos metros, tres policías conversan entre sí, desentendidos de los borrachos que, entre sueño y sueño, se pasan una botella ¿de alcohol antiséptico con agua, de aguardiente; de qué, Dios mío? Y pienso en lo bien que lo hace la policía cuando se desentiende de las normas estúpidas que quieren obligar a las autoridades a meterse en las vidas de la gente sin una buena razón. Animado por la sensata indolencia policial, compro una cerveza fría en una tienda sobre la calle Ayacucho.

Vuelvo con la cerveza y me fijo en los edificios y los monumentos. Hay tres grandes edificios en la plazuela, y hay tres monumentos al frente de cada uno de los edificios. Desde el suyo, enfrente del edificio del claustro Comfama, con cara de piedra, el general Marceliano Vélez, conservador, católico, aunque muerto en 1923 parece seguir rigiendo una parte de los destinos de Medellín y de Antioquia. El general formó parte, en el siglo XIX, de la élite conservadora antioqueña que se alió con la iglesia católica para apoderarse de las almas de este pueblo. Fue presidente del Estado Federal de Antioquia y luego del Estado Soberano de Antioquia; y luego fue gobernador del departamento de Antioquia. En total, ocupó el más alto cargo del gobierno en Antioquia en cinco ocasiones. En una frase famosa, y corrigiendo a Hegel, Marx dijo que la historia siempre ocurre dos veces, pero primero como tragedia y luego como farsa. No pude dejar de pensar en esto al ver al general Marceliano mirándome desde sus ojos de piedra, justo ahora que el actual gobernador de Antioquia, más de 150 años después, ha vuelto a gritar: “¡Antioquia federal!”. Grito que acompaña de la aclaración incomprensible: “¡Antioquia se respeta!”. Solo que ahora la disputa no es por la autonomía política y administrativa del departamento de Antioquia con respecto al Estado central, sino por una pataleta en la frontera con el Chocó por el corregimiento de Belén de Bajirá. El gobernador actual ha aparecido en la televisión nacional, vestido como Joe Pesci en la película Casino, o como un cantante del grupo musical Los Hispanos, reclamando airadamente la posesión de aquel corregimiento (hace poco volvió a salir en televisión, anunciando la posibilidad de un “diluvio universal” o, si no, de un “diluvio nacional”, como consecuencia de la falla del proyecto Hidroituango). Como el sol y la cerveza han comenzado a hacer su efecto, le devuelvo la mirada al busto del patriarca, y le pregunto: general, ¿acaso no hay otra forma menos triste y risible de repetir la historia?

Enfrente de la iglesia de San Ignacio está otro general: Francisco de Paula Santander, de cuerpo entero, cubierto con una capa que le llega hasta las botas, enmarcado por dos palmeras “patrimoniales” (así les dice el periódico El Colombiano), en la pose cliché que la posteridad le asignó y que él mismo ayudó a confeccionar: con un fajo de papeles que representan, cómo no, las leyes, pues es el hombre de las leyes. Un escultor cínico se habría deleitado cambiando las hojas —que quieren parecer papeles con decretos y normas— por un fajo de billetes (al fin y al cabo, al general Santander se le reconoce como la figura tutelar del partido liberal, un partido que, como el conservador, en el siglo XXI solo tiene filiación ideológica con el documento doctrinal único de la política colombiana, a saber: el Presupuesto General de la Nación, un documento que solo puede ser comprendido por los eruditos más esotéricos, quienes utilizan una técnica hermenéutica llamada CVY (se pronuncia, en español: “ceveyé”. La sigla resume la pregunta eterna de los políticos colombianos ante cualquier propuesta o proyecto: “¿Cómo voy yo?”). Pero esta estatua no, porque ahí dice muy claro que fue mandada a hacer por la Escuela de cadetes de policía. No deja de haber ironía en que sea el liberal Santander, y no el conservador Bolívar, quien presida esta plazuela en la que refulge la clase de belleza que es capaz de producir el conservatismo colombiano: los edificios de estilo ¿neoclásico dijo un tipo en la televisión antioqueña esa tarde mientras almorzaba?, la yuxtaposición de elementos heteróclitos, la clara intención de grandeza traducida en monumentalidad o extravagancia.

Pero la naturaleza arregla lo que le falta a la estatua de Santander, y remata el cliché con la sabiduría ciega, cruel y milenaria de la evolución: unas palomas se posan sobre el general, cagan sobre su cabeza y su capa, comen el maíz que los paseantes tiran a los pies de la estatua, indiferentes ellas al destino de Santander, de Colombia, de Antioquia, pero no al de la plazuela, que es su hábitat. Después de todo, allí nacen y crecen y mueren, como parece que también lo hacen algunos de los ajedrecistas que juegan sobre las jardineras, en los tableros que les alquila doña Gloria, una señora que tiene un puesto en el que vende tinto, y maíz para que las palomas coman y puedan cagar sobre el hombre de las leyes: un recordatorio de que hasta las más grandes obras humanas correrán el destino general de todas las cosas, que es surgir y desaparecer.

Frente al edificio de la Universidad de Antioquia está el tercer monumento, una suerte de pirámide rematada por una esfera con el aspecto de una bola de cemento, con lo que parece ser un águila encima. Y, como vivimos en una época en la que las cosas ya no son simplemente cosas, sino que deben significar algo, presagiar algo, me pregunto: ¿qué significa la Universidad de Antioquia? Recuerdo algo que dijo Scott Fitzgerald: que la marca de una inteligencia de primer orden es la capacidad para albergar dos ideas contrarias y, sin embargo, ser capaz de seguir funcionando. Podríamos usar esta universidad, entonces, como emblema de la inteligencia antioqueña. Porque esta universidad, como la misma Medellín y la misma Antioquia, encarnan las contradicciones de la sociedad colombiana. Allí, en esa universidad, Carlos Gaviria le dio clases a Álvaro Uribe; o Héctor Abad Gómez difundió su igualitarismo en medio de colegas ultramontanos, médicos que lo veían con desprecio a él y a los pobres a los que quería defender. Allí han enseñado y han estudiado personas que han ayudado a forjar el destino del país. Jorge Orlando Melo dice que, en Wikipedia, el artículo sobre la Universidad de Antioquia “es cuarenta veces más largo que el de Harvard”. Una muestra más de la altisonancia del conservadurismo colombiano, a cuya consolidación contribuyó decisivamente Antioquia. Y cuando hablo de conservadurismo, no me refiero solo al partido, sino a la mentalidad conservadora que hoy atraviesa a todos los partidos políticos con verdadero poder en Colombia, como lo resume perfectamente el aforismo popular que dice: “Pa godos los liberales”.

Ya es la una de la tarde y el sol alcanza su máxima capacidad de destrucción, o así me parece. Subo por la calle Pichincha en dirección a las Torres de Bomboná. Dos tipos duermen en el andén, al lado de los taxis, contra la enorme pared lateral del edificio del claustro de Comfama. Es casi otro cliché: un enorme edificio rematado en sus junturas por dos indigentes. Recuerdo que Wiliam Blake apuntó, en el siglo XIX, que el grito de la prostituta callejera tejería el manto fúnebre del imperio inglés, y me pregunto: ¿la tumba de qué imperio está siendo cavada por toda la gente que en el mundo duerme en las calles y come de las basuras de quienes tenemos casa y comida? ¿Son estos dos indigentes el anuncio del fin del imperio antioqueño? Dejo a los indigentes en su sueño (¿somos nosotros su pesadilla?) y sigo hacia las Torres. Me digo que tanta cita literaria es por el hambre, y apuro el paso en busca de un restaurante.

Después del almuerzo, vuelvo a la plazuela. Son las dos de la tarde, y yo que creía ingenuamente que el sol no podía pegar más duro de lo que lo había hecho a mediodía. No hay remedio: como vengo decidido a jugar unas partidas de ajedrez, si me dejan; y como esta gente elige justo el ala sur de la plazuela para jugar, es decir, la parte sin sombra, tendré que enfrentar la llamarada. ¿Han ustedes intentado, ya de adultos, entrar a un grupo de gente desconocida, como en el primer día de escuela? Siendo adulto, Dylan Thomas escribió que una pelota que él tiró en un parque cuando era un niño aún no había tocado el suelo. Y lo mismo pasa con todo lo que intentamos en la infancia: quedamos atrapados en esos recuerdos, esa torpeza y esa dicha y esa indefensión; y somos como niños que lo vuelven a intentar cada vez. Me digo que alguien dijo que la infancia es el destino, y todas estas majaderías me ayudan a tomar valor para preguntarle al grupo de quince hombres idos (dos que juegan y trece que miran):
—¿Puedo jugar ahorita?
Apenas dos de ellos desvían la vista del tablero hacia mí; me escanean, y solo uno me responde:
—Estos están jugando un massch —versión paisa de match, la palabra inglesa para un encuentro de varias partidas entre dos jugadores—.
Pero venga yo lo presento por allí donde unos amigos que sí lo dejan jugar.
—Muchas gracias —le digo—. ¿Y usted no juega?
—A mí me gusta es mirar. Mucho gusto — me dice y me extiende la mano—. Soy Jorge, para servirle.
—Mucho gusto —le digo y le aprieto la mano.
Me lleva unos pasos más cerca de la estatua del general Marceliano, hasta una jardinera en cuyos bordes hay un grupo de tres hombres, dos que juegan y otro que mira, y les dice:
—Muchachos, este es Pablo. Quiere jugar.
Uno de los que está jugando mira a Jorge, luego me mira y le responde a Jorge:
—Listo. Espérese yo despacho a este marrano, y sigo con el otro.

Como el otro soy yo, la cariñosa agresión me confirma que ya fui aceptado, y sigo el final de la partida con la ansiedad del que espera el turno. Mientras termina la partida, pienso en cuándo comenzó esta plaza a atraer a los jugadores de ajedrez. A los humanos nos gustan los comienzos definidos, los cortes en el tiempo y los nombres de los fundadores. El periodista Juan Miguel Villegas recoge la leyenda de que todo empezó con Jairo, un lustrabotas que trabajaba en la plazuela y le gustaba el ajedrez. Todas las personas aficionadas a este juego, y las profesionales también, conocemos esa fuerza incontrolable que nos mantiene amarradas al tablero. Uno querría un mundo en el que fuera posible jugar o analizar partidas sin interrupción; un mundo que fuera un tablero de ajedrez… Así que, según la leyenda, Jairo decidió traer un día un tablero para jugar entre trabajo y trabajo. Y el resto es fácil de imaginar: basta con que una persona muestre que se puede para que las demás la sigamos: la gente empezó a usar las jardineras de la plazuela para jugar. Eso fue, según Villegas, por allá a comienzos de los noventa del siglo XX. Pero Jairo, el padre fundador, ya no está en San Ignacio. Según Villegas, este pionero se tuvo que ir de la plazuela porque su esposa —la de Jairo, que vendía minutos de celular— no quiso pagar más extorsiones y tuvieron que irse. Que Dios los guarde donde sea que estén.

Mientras veo el tablero y recuerdo la historia de Jairo, mi anfitrión accidental les ha comentado a varios contertulios que yo estoy tomando notas sobre los jugadores y la plazuela. Entonces uno de ellos se me acerca y me dice:
—Vea, periodista, el otro día hubo una simultánea, trajeron a un maestro, no cualquier cosa, un maestro de los de verdad. Y yo le gané. Era en una simultánea, pero no importa, le gané a un maestro. Y eso ya no me lo quita nadie.

Finalmente, el que aceptó jugar con “el otro marrano” —conmigo— ha ganado, y me invita a sentarme. Jugamos dos partidas cuyo resultado no conviene comentar, en consideración de la frágil y aporreada autoestima del perdedor. Solo diré que el nivel de juego de los ajedrecistas de este parque es sorprendentemente alto en comparación con los que jugamos en el parque Caldas de Manizales. Cuando me levanto de mis derrotas, veo que al frente de la entrada del edificio del claustro de Comfama han organizado unas mesas con manteles rosados y sillas blancas, con tableros de ajedrez, y me acerco a preguntar si habrá un torneo o una exhibición de partidas simultáneas. Uno de los tipos que arregla sillas y tableros me explica que va a haber una clase de ajedrez. Decido quedarme para presenciar esto y, efectivamente, a las tres y media de la tarde llega el maestro internacional de ajedrez Carlo Vittorino que, sobre un tablero didáctico de ajedrez, puesto en un trípode, va explicándonos, a quienes seguimos la partida en los tableros que Comfama ha puesto sobre los coloridos manteles, la estrategia y la táctica que le permitieron al gran jugador ruso del siglo XIX Mijaíl Chigorin ganar esta bella partida. Ayudado por un asistente que consulta en un teléfono celular, el maestro Vittorino alterna sus comentarios con las anotaciones que Gary Kasparov hizo de esa misma partida, y los alumnos que seguimos esta clase hacemos preguntas. Jorge me cuenta que todos los martes y jueves se da este encuentro pedagógico, y ahora entiendo el buen nivel de juego de la plazuela en comparación con otros parques de Colombia.

Termina la clase, ya se hace de noche, pero la plazuela no pierde actividad. Nuevos jugadores se enfrentan bajo la luz de los faroles, y recuerdo al Chigorin colombiano, el maestro internacional Óscar Castro. En abril de 2015, Castro, que estuvo bebiendo y rondando por esta zona por varios días, se cayó a dos cuadras y media de la plazuela, en el cruce entre La Playa y Girardot, y murió. El Colombiano publicó una nota en la que, al final, Vittorino declaraba: “Se va toda una leyenda, quizás el mejor”. Con el recuerdo de este genial antioqueño que compartió techo con los indigentes —el cielo—, y que hizo de sí mismo una especie de mito, dejo la plazuela, ojalá no para siempre. UC

Ilustración: Camila López