Número 100, septiembre 2018

Retrato frentero de un santón genial
Eduardo Escobar

Norman Mejía
Norman Mejía. Foto tomada de elheraldo.co

 

Norman Mejía apareció a mediados de los sesentas en las fiestas bogotanas de artistas, recién desembarcado de Europa donde comenzó a fraguar su vasta obra, multiforme y deslumbrante. Había hecho algunas cosas virulentas en la academia militar de Miami donde comenzó sus estudios secundarios. Pero fue durante su estadía europea cuando descubrió su vocación de artista.

Al llegar a Colombia con sus huacales de cuadros irreverentes, alguien le recordó que aquí para ser un pintor respetable había que contar con la aprobación de Marta Traba, la papisa de la crítica de arte. La Traba era una muchacha argentina de ascendencia judía tal vez, bella, arrogante, injusta y dogmática. Pero era generosa cuando algo la entusiasmaba. Y después de recibir al joven barranquillero de barba roja y ojos inocentes y claros, lo invitó a participar en el Salón Nacional donde ella imperaba. Le concedió el primer premio consciente de que provocaba un escándalo coronando a un desconocido. Marta se peinaba al estilo paje, vestía trajes de muñeca bien cortados, y hablaba, o pontificaba, con voz adulzainada, que no compaginaba con la leona que sabía defender sus ideas y a sus artistas predilectos: los que habían renunciado a la representación de los mitos nacionales, las normas de la academia y la corrección en el dibujo.

Conocí a Norman Mejía en Cali en el festival de arte de vanguardia que había inventado el nadaísta Jotamario para que corriera paralelo al gran carnaval cultural que organizaba la oligarquía caleña bajo la orientación de las matriarcas de la aristocracia azucarera. Jotamario se sentía un Atila con su barba de picos que le daba el aire de un Capodimonte. E invitó a la nueva celebridad de la plástica para que durante la inauguración de su evento realizara un happening en el sótano de la Librería Nacional. El acto consistió en la creación a cuatro manos de una obra enorme en un enorme cartón, a cuarenta grados porque no había aire acondicionado, y el lugar olía a zoológico. Las otras dos manos las puso Pedro Alcántara también recién arribado de Europa, y como Norman sorprendido con la pandilla de los profetas de la nueva oscuridad que hacíamos lo que podíamos por revolver las estructuras de un país anquilosado en las coordenadas teológicas del medioevo, y como él, conflictivo, pues le costaba encontrar una forma racional, un convivir decente.

Entre nosotros surgió al primer encuentro un cálido sentimiento de fraternidad. La amistad también tiene flechazos. Aunque no estoy seguro si al principio se interesó más por mi novia que por el genio incipiente que la acompañaba, es decir, yo mismo. De cualquier modo, nos unía también, fuera de la admiración por mi novia que él no se cansaba de alabar sobrio y ebrio, el gusto por la marihuana de Santa Marta, la colombian gold que era la estrella de las cannabis, dorada y aromática.

Volvimos a encontrarnos en Bogotá. Mejía más que el pintor de moda parecía un muchacho bien que disfrutaba de la bohemia, del buen ron con muchachas bonitas, de los desórdenes del apartamento de Enrique Grau, de la buena comida del restaurante Cirus frente al teatro municipal, famoso por la magia de sus martinis, donde solían verse las figuras más brillantes de la escena cultural colombiana: el Chuli Martínez, el que rediseñó la plaza de Bolívar, si bien recuerdo; el pintor maldito, porque también hay pintores malditos, Álvaro Herrán; el poeta José Pubén, y Ramírez Villamizar y Marta Traba llena de libros de Bacon y Dubuffet, y que defendía apasionadamente la belleza revulsiva de sus cuadros.

La reina del mundo
La reina del mundo. Norman Mejía, 1966. Colección de Arte del Banco de la República.

La obra que le mereció el premio del salón de artistas, La horrible mujer castigadora, era una técnica mixta de gran formato, como todas las que realizó en aquellos tiempos primerizos de su fama. Llevaba un nombre afín con las otras. No disparen más que estoy muy herida, por ejemplo. O Manos arriba. Muchos entendieron que los nombres reflejaban la vomitiva tragedia nacional. Pero Norman me confesó que sus cuadros se llamaban distinto en Europa. Les había cambiado el nombre para presentarlos en un país amargo. Pero no podían considerarse como ejemplares del arte comprometido de sus amigos Rendón y Granada y Alcántara, que habían compartido la errancia europea.

Luego la inquietud soberana lo arrastró a Nueva York, si no fue la certeza de que su trabajo no tenía futuro en Colombia. Después del escándalo preliminar sus cuadros dejaron de venderse. Entre otras razones por los precios que espantaban aun a los compradores ricos. A veces se enamoraba de sus obras y se negaba a separarse de ellas. En una muestra en Barranquilla una dulce pareja de jóvenes esnobs se le acercó con la intención de comprarle un cuadro. Querían hacerle un regalo de matrimonio a unos amigos. Le dijeron. Norman masculló: yo no pinto regalos de matrimonio. Y les dio la espalda. La obra de Norman no era fácil de comprender, implacable con los prejuicios de la estética rancia, más que exhortar o injuriar, respondía a la exploración respetuosa en los misteriosos comportamientos de la materia cruda, en sus combinaciones posibles y sus accidentes. Había elaborado una teoría del arte de lo más racional, sorprendente y original.

Su padre me rogó que lo convenciera de que era posible ser un gran artista y un pintor comercial. Don Alfonso pensaba que si acaso pusiera un poco de azul en los horizontes como su amigo Obregón tendría suerte. Yo no podía obedecer a su súplica. Sabía lo que me hubiera esperado. Norman era quisquilloso, rencoroso como un niño y estentóreo como un recogedor andaluz de aceitunas. Me habría armado una pataleta. Y me habría echado de su casa con las cajas destempladas de mi equipaje. Y a mí qué me importaba que los cuadros no se vendieran siempre que siguiera siendo mi amigo. Genial e incomprendido.

En Nueva York lo atrajeron naturalmente los movimientos contestatarios del día. El padre lo conminó a que buscara un mercado para su obra. Y él hizo el intento. Y hasta estableció contactos con las galerías que comenzaban a manejar la obra de Fernando Botero y del peruano De Szyszlo, inducido por Rafael Puyana. Un compungido don Alfonso Mejía me hizo cuentas de la plata que le había costado el envío de la obra para presentársela a los galeristas norteamericanos. El mismo Norman me lo contó. En la famosa galería Marlborough le dieron un diagnóstico deprimente: su pintura es magnífica. Sus cuadros son como los leones. Todos los admiran en el zoológico pero nadie quiere uno en su casa. Y le aconsejaron algunos cambios. Pero él era como era. Y volvió a revolotear por los conciertos de los nuevos juglares del rock. Un género musical en el cual fue un erudito. Cream, Dylan, Queen, Hendrix, los Stones, reemplazaron la música de jazz que lo apasionaba cuando empezamos a tratarnos. Y me descubrió las fantasías del órgano de Jimmy Smith, a Ellington, y la poesía trastabillante de Monk y las plegarias de Coltrane y Cannonball Adderley. Al rock vinieron adheridas otras ganancias: las drogas sicodélicas en cuyos edenes y terrores me inició. De lo cual sigo muy agradecido. Porque me desembobaron hasta cierto punto.

En su primera fama usaba chaquetas de joven pintor burgués, y bufandas de buena clase llevadas al desgaire y zapatos de marca, descuidados, en Bogotá, y en el Caribe camisas comunes y corrientes y los calzones de todo el mundo. Y llevaba el pelo corto y la barba roja de Van Gogh ni acicalada ni silvestre. Ya comenzaba la calvicie. Al regresar de Nueva York lleno de rock and roll por dentro y con los ojos iluminados por las primeras experiencias con LSD y DMT y la mescalina, comenzó a parecer un personaje sacado de la carátula de El sargento Pimienta, con sus batones de colores, se dejó el pelo de aprendiz de brujo y la barba de gnomo y para completar las rarezas se pintaba la cara como un siux, y las uñas, y algunas mañanas subía a los árboles del antejardín de su estudio para asustar a los transeúntes con bisbiseos y gorgoritos. Por desgracia sus vecinos no entendieron su sentido del humor. Y los que podían corrieron a enviar a sus hijos a los colegios de Suiza para salvarlos de la influencia diabólica del hijo recién enloquecido de Alfonso Mejía, el representante de la industria antioqueña en la ciudad. En realidad, yo asistí al proceso, Norman Mejía había regresado de Nueva York imbuido de una noción mística de la existencia y sufría la metamorfosis del bohemio en místico. Aunque parecía más fiero que al principio con las greñas doradas y las garras pintadas de colores con esquirlas de luz como las putas ordinarias y las sandalias trespuntás de los campesinos de Córdoba.

Acabó en el aislamiento del anacoreta. Y la pintura que le brotaba, porque decía que él solo era un médium de la manifestación material, también dio un vuelco. De las crucifixiones rosadas y las horribles mujeres castigadoras que quizás revelan las culpas de un Edipo sin resolver, pasó a unas construcciones rosas y azules puros como de cielos de Murillo, tamaño heroico como la obra que mandó a Medellín para una bienal de Coltejer. Y enseguida vinieron los nerviosos angelitos negros, minimalismo extremo, y los cartones en octavo de tonos uniformes donde a veces cintilaba un punto y me recordaban el arte zen. Recuerdo sus discursos desbocados desde por la mañana. Hablaba y hablaba. Muchas personas me dijeron que las aturdían sus homilías de una lógica irrefutable, que enjuiciaban la vida contemporánea y la pintura meramente decorativa. El estudio comenzó a enrarecerse. Se llenó de objetos heterogéneos, muñecos de caucho, afiches rotos adrede, espejos cuarteados, bolas de vidrio, zapatos nonos, frascos de colores, sombreros, bastones de pastor, ropa sucia, cucarachas y la boa que dormía conmigo. Entonces construyó una pequeña torre en Puerto Colombia, donde hicimos fabulosos viajes elesédicos, en uno de los cuales me reveló el río Magdalena como el limpión de la suciedad nacional, como el aglutinante, la síntesis de todos los sufrimientos de las tierras que recorría entre el macizo colombiano y Bocas de Ceniza donde naufragaba luchando contra el monstruo atlántico. Y donde nos encontramos una vez al diablo, hambriento y sin dientes, dedicado a robarles las carteras a las bañistas. Nos dijo que vivía en la Pensión Esmeralda. A veces por las tardes íbamos en un Volkswagen viejo, con su novia hebrea de una paciencia infinita, al muelle decadente, cuyas patas golpeaba el río con su cabezota ofuscada mientras caía el sol. Como a los gorilas, le gustaba contemplar los crepúsculos.

La reina del mundo
La mujer fuerte. Norman Mejía, 1966. Colección de Arte del Banco de la República.

El simple misticismo evolucionó en una incierta repugnancia por el prójimo. A mí me sorprendió mucho cuando todavía hablábamos por teléfono, que malcompletando su hermosa religión personal, llena de poesía y de ideas valiosas, ingenuamente aceptara un montón de ilusiones de oferta, atendiera los programas de médiums de la televisión gringa, leyera los libros de los ufólogos más despistados del mercado de los ufólogos y me recomendara a Santa Marta cuando se me presentaran problemas difíciles. Solo el amor me impidió escandalizarme ante esa mezcla de perspicacia filosófica y analítica, y de candidez y simpleza que representaba y que justificaba con silogismos sin salida posible, retorcidos sobre etimologías inventadas de idiomas mezclados y enunciadas con toda la seriedad del mundo. Escribió algunos libros: Nosotros otros. For mulas. Aforismos y apólogos trazados con lápices de colores. Como si siguiera los métodos hiperestésicos de Rimbaud, el único poeta que respetaba de veras. Había otro. William Blake. Una vez le leí un poema marino de Perse. Pero me detuvo en la primera estrofa. Es pura palabrería. Cuando le leí a Rimbaud, en cambio, me escuchó y se levantó y se puso a bailar mientras reía con esa risa aguda de los que acaban de hacer un hallazgo venturoso.

Si no es, como creo, el gran pintor colombiano, Norman Mejía fue un gran animal. El monstruo de Barranquilla. Un fenómeno biológico. Un espíritu desmesurado que pulió su locura hasta alquimizarla en sabiduría, mientras martillaba con sus brochas en las posibilidades de las formas materiales. En un estudio atestado de momias de sapos, conchas marinas y hasta un bollo humano fosilizado por el aire salino en toda su rotundidad saludable, que encontramos una tarde detrás de su torre en la playa del muerto. He conocido mucha gente en este mundo pero jamás me topé con una personalidad tan exuberante, arisca y sabia. Su obra forma parte del patrimonio espiritual de la nación como la de Van Gogh lo es para Holanda. Por eso no le importaba mucho si se vendía o no. Porque en últimas son más que mercancías. Un testimonio humano incomparable. El peor negocio es cualquier negocio. Solía repetir.

Volví a ver a Norman Mejía cuando le faltaba poco para irse. Hice la peregrinación con Enrique y Rafael Santos, el hombre ya estaba convertido en un remontado mítico que no recibía a nadie. Estuvo silencioso. Había engordado. El cuerpo le estorbaba, le pesaba. Había vuelto a tomar alcohol, un placer abandonado desde sus tiempos jipis. Había rodeado de rejas su casa porque el miedo de los otros lindaba con la paranoia, además la policía había allanado una vez su apartamento, un mafioso había hecho quemar su torre en la playa del muerto y unos pazguatos de la izquierda del frente patriótico habían destruido unos cuadros suyos en Bogotá. Las ventanas del estudio y la casa estaban cubiertas con trapos fúnebres o cegadas con pintura blanca. Incapaz de reconocer que en medio de la mierda también brotan las flores y las lombrices se entregan a sus orgías y los sapos salmodian, se enconchó. Es extraño que los tres personajes que más me impresionaron en mi tránsito vital y que más me quisieron, habiten el mismo ámbito de la mística. El Brujo de Otraparte, Gonzalo Arango y Norman Mejía forman parte de una misma comunidad espiritual. A lo mejor yo soy otro santo. El cuarto elemento. Y aún no me percaté. A lo mejor puedo hacer milagros. Y tú no lo sabes.UC