Número 100, septiembre 2018

LOS TRES GOLPES
Engullir en Ben-Hur
Andrés Delgado. Fotografías: Juan Fernando Ospina

Fotografías: Juan Fernando Ospina
 

El almuerzo que despacharé al calor del mediodía vale tres mil pesos. El precio de un dólar, una cerveza fría, un paquete de diez cigarrillos Marlboro, doscientos gramos de salsa de tomate. Tres mil pesos. El costo de un kilo de limón Tahití o de lentejas, una libra de maíz pira. La idea es saltarse el desayuno, aguantar hasta el mediodía y salir al bochorno del Centro de Medellín y saciar el hambre con un delicioso almuerzo de combate. Martín Caparrós en su libro El hambre escribió: “Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre —y, al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadero”.

Tejelo es una calle peatonal cerca de la Plaza de Botero. Está dividida por dos ambientes desiguales: un lateral opresivo y atiborrado de legumbres y carnicerías que despachan al calor de las doce del día una libra de garra por setecientos pesos y diez chorizos por cuatro mil setecientos; y otro lateral con una seguidilla de tabernas abiertas y desoladas. Rey de copas, Bar Alaska y Malibú son aburridos bares con pista de baile y mesas solitarias. En la noche todo cambiará. La soledad barrerá el lateral oscuro del mercado y, al frente, el ardor registrará tragos y bailoteo y sonrisas.

Bajando por el lado de las tabernas siento en la panza el dolor de la venganza, el hambre que me reclama. Entonces la veo: Cafetería Ben-hur, mesas y sillas en acero inoxidable y un tablero con precios: sancocho de bagre a seis mil. Entro, me siento y pido “el económico”, sin saber qué carne se sirve. Solo quiero lo más barato.

El señor canoso que me atiende, luego lo sabré, es uno de los hermanos dueños del negocio. Viste camisa de manga corta de botones y pantalón, como si acabara de cobrar la pensión. Tiene gafas gruesas, barriga y un rostro áspero. Traslada mi pedido a la señora detrás de un mostrador. Ella repite su dureza en los ojos. Sobre la esquina plateada de la mesa veo un pegote amarillo, “sopa de ahuyama”, me digo en una apuesta mental.

Arrinconados, dos novios comen sopa y se limpian la boca con besitos. Él tiene gorra, una camiseta ceñida contra su fibra musculosa y los brazos morenos del sol. A sus pies, una caja para limpiar zapatos. Ella con una cola en el pelo que le deja racimos por fuera, una blusa de tiritas sobre los hombros tostados y un tatuaje a medio camino en puntos azules que dice “Brayan”. Qué hambre tan horrible. Al frente una señora espera su almuerzo, resopla de calor, y sobre la mesa, un pequeño canasto hasta el tope de confites y chocolatinas. Por fin llega lo mío. Un plato de sopa de pastas mezcladas con lentejas. Alguna de las dos fue de ayer, nadie adiciona gratuitamente lentejas a las pastas. Y menos en un restaurante de combate. No puedo evitar frotarme las manos. Voy por la cuchara al canasto de los cubiertos y noto que no hay servilleta. En cambio, un papel higiénico blanco envuelve la cuchara. Son cinco pedacitos unidos en una tira. El detalle me conmueve. Y lo aprovecho para darle una severa limpiada a los cubiertos a medio lavar.

La sopa no está mal. Es fresca y alivia mi angustia. El otro plato tiene papa, arroz, una tajada diminuta y frita de plátano maduro, y fría, ojalá no sea también de ayer. Ensalada de zanahoria y repollo. Además, una inquietante y generosa porción de carne cocinada. No sé si comérmela. Pienso en gatos, en caballos, en zarigüeyas. Nada, no importa, nos vamos con ella para adentro, cero-mente-cero-cabeza. Hago fe y me convenzo: es de res. Mastico y vea, me digo, muy rica que está la carne.

En su libro, Caparrós cuenta que en un pueblito de Níger encontró a una mujer que comía harina de mijo. Le preguntó que si comía eso todos los días. “Bueno, todos los días que puedo”, contestó. Caparrós quiso saber qué le pediría a un mago que le diera cualquier cosa, ella contestó que una vaca que le diera leche. “Pero lo que te digo es que el mago te puede dar cualquier cosa, lo que le pidas”, insistió él. “Pues bueno, dos vacas”, repuso ella. “¿Dos vacas?”, se quedó pensando y la señora le dijo: “Con dos sí que nunca más voy a tener hambre”. Y el periodista se quedó pensando que era tan poco, y luego se dio cuenta de que era mucho.

Cuando despacho mi almuerzo y quedo con la panza aliviada, me levanto con la taza de claro en la mano. Me acerco al mostrador, donde atiende la señora con cara agria, muy parecida al mesero. La que manda en el restaurante es ella, hace rato me di cuenta, y no él. “Muy rico el almuerzo”, le digo para intentar bajar la acidez de su rostro, “muy rico, de verdad, me gustó mucho”, y nos sonreímos. Entonces le pago con un billete de cinco mil. Me devuelve dos y volvemos a sonreír. Entonces puedo comenzar a preguntar.

Se llama Blanca Nubia y me cuenta que el negocio es familiar. Lo tienen hace 42 años. “Ahora todos los hermanos estamos pensionados —dice—, mantenemos el negocio, pero esto no da plata como antes”. Cuando comenzaron, Tejelo era una calle con paradero de buses y comercio. En esa época, cuando el edificio Miguel de Aguinaga era ocupado por las Empresas Públicas de Medellín, venían a comer los obreros y empleados. “Fue una época muy bonita, antes de la violencia, después se puso mal el Centro —dice—, la gente comenta que el sector es un atracadero, pero vea esto, ¿no es muy tranquilo?”. Descubro que Blanca Nubia quiere evitar el tema y la imagen negativa del sector. Entonces entiendo su rostro duro. Los años, el trabajo y el pasado turbio de Tejelo han dejado su huella de desconfianza.

“Néstor fue el que comenzó, teníamos panadería, mi otro hermano Luis era su administrador, también trabajó Víctor y ahora el que nos dirige es Francisco, es el patrón de nosotros hoy por hoy. ¿Y qué es lo que menos me gusta de mi trabajo? ¿Es lo que me está preguntando? Lo que menos me gusta es cuando la gente recatea porque la comida es muy maluca, entonces yo les digo váyanse a comer al Hotel Intercontinental, es que por tres mil pesos qué van a comer pues, sí, los domingos es el único día que fritamos chicharrón, a la gente le gusta mucho venir ese día. ¿Y qué es lo que más me gusta de mi trabajo? Hablar y estar con la gente, porque si una está triste entonces se distrae, se ríe, comenta, critica y echa chisme, es que a esta edad ya no se quiere estar sola, el negocio no da plata pero da compañía”.

En otros puntos del Centro de Medellín un almuerzo de combate cuesta ocho mil. En Ben-hur no son de combate, son de trinchera empantanada y destortillada por las bombas. Y menos mal. Porque cuántas hambres ha calmado. Sabiendo que no son las más graves. Hambres como la mía en este mediodía de calor. Para el postre, Caparrós dice que el hambre “no es un problema de pobreza, sino de riqueza y de la concentración de la misma. Si hay tanta gente que no come, es porque otros lo hacen de manera absolutamente desproporcionada e injusta”.

Antes de salir a la reportería, en la redacción me recomendaron: “La crónica no es solo contar cómo fue el almuerzo sino también cómo fue el daño estomacal”. Puro terror. Por si las moscas me tomo una sal de frutas, remedio que no fue necesario. UC

Fotografías: Juan Fernando Ospina